En el otoño de 1987, unas alumnas del colegio francés
“Gabriel-Havez”, en la localidad de Creil, se presentaron a
clases tocadas con el velo islámico y la dirección del
establecimiento les prohibió el ingreso, recordando a las
niñas musulmanas el carácter laico de la enseñanza pública
en Francia. Desde entonces hay abierto en ese país un
intenso debate sobre el tema, que acaba de actualizarse* con
el anuncio de que el primer ministro Jean-Pierre Raffarin se
propone presentar al Parlamento un proyecto que dé fuerza de
ley a la prohibición de llevar en las escuelas del Estado
atuendos o signos religiosos y políticos de carácter
“ostensible y proselitista”.
En el debate de ideas sobre los asuntos cívicos, Francia
sigue siendo una sociedad modélica: en la semana que acabo
de pasar en París he seguido, fascinado, la estimulante
controversia. El asunto en cuestión ha dividido de manera
transversal al medio intelectual y político, de modo que
entre partidarios y adversarios de prohibir el velo islámico
en los colegios, se encuentran mezclados intelectuales y
políticos de la izquierda y la derecha, una prueba más de la
creciente inanidad de aquellas rígidas categorías para
entender las opciones ideológicas en el siglo XXI. El
presidente Jacques Chirac disiente en este conflicto de su
primer ministro, y, en cambio, coinciden con éste
socialistas de la oposición al Gobierno como los ex
ministros Jacques Lang y Laurent Fabius. No se necesita ser
demasiado zahorí para entender que el velo islámico es
apenas la punta de un iceberg y que lo que está en juego, en
este debate, son dos maneras distintas de entender los
derechos humanos y el funcionamiento de una democracia.
De entrada, parecería que, desde una perspectiva liberal
-que es la de quien esto escribe- no puede caber la menor
duda. El respeto a los derechos individuales exige que una
persona, niño o adulto, pueda vestirse como quiera sin que
el Estado se inmiscuya en su decisión, y esta es la política
que, por ejemplo, se aplica en el Reino Unido, donde, en los
barrios periféricos de Londres muchedumbres de niñas
musulmanas van a las aulas escolares veladas de pies a
cabeza, como en Riad o Amman. Si toda la educación escolar
estuviera privatizada, el problema ni siquiera se
suscitaría: cada grupo o comunidad organizaría sus escuelas
de acuerdo a su propio criterio y reglas, limitándose a
ceñirse a ciertas disposiciones generales del Estado sobre
el programa académico. Pero esto no ocurre ni va a ocurrir
en sociedad alguna en un futuro previsible.
Por eso, el asunto del velo islámico no es tan simple si se
lo examina más de cerca y en el marco de las instituciones
que garantizan el Estado de Derecho, el pluralismo y la
libertad.
Requisito primero e irrevocable de una sociedad democrática
es el carácter laico del Estado, su total independencia
frente a las instituciones eclesiásticas, única manera que
tiene aquél de garantizar la vigencia del interés común por
sobre los intereses particulares, y la libertad absoluta de
creencias y prácticas religiosas a los ciudadanos sin
privilegios ni discriminaciones de ningún orden. Una de las
más grandes conquistas de la modernidad, en la que Francia
estuvo a la vanguardia de la civilización y sirvió de modelo
a las demás sociedades democráticas del mundo entero, fue el
laicismo.
Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela
pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de
una sociedad abierta, estimulante para la investigación
científica y la creatividad artística, para la coexistencia
plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas,
desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de un
espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que
un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública
laica atentan contra la supervivencia de la religión en la
sociedad civil. La verdad es más bien la contraria y lo
demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje
de creyentes y practicantes religiosos -cristianos en su
inmensa mayoría, claro está- es uno de los más elevados del
mundo. Un Estado laico no es enemigo de la religión; es un
Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos,
ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al
ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada.
Porque cuando la religión y el Estado se confunden,
irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario,
cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera
gradual e inevitable a “democratizarse”, es decir, cada
iglesia aprende a coexistir con otras iglesias y otras
maneras de creer, y a tolerar a los agnósticos y a los
ateos. Ese proceso de secularización es el que ha hecho
posible la democracia. A diferencia del cristianismo, el
Islam no lo ha experimentado de manera integral, sólo de
modo larval y transitorio, y esa es una de las razones por
las que la cultura de la libertad encuentra tantas
dificultades para echar raíces en los países islámicos,
donde el Estado es concebido no como un contrapeso de la fe,
sino como su servidor y, a menudo, su espada flamígera. Y en
una sociedad donde la ley sea la sharia la libertad y los
derechos individuales se eclipsan ni más ni menos que
desaparecían en los ergástulos de la Inquisición.
Las niñas a las que sus familias y comunidades envían
ornadas del velo islámico a las escuelas públicas de Francia
son algo más de lo que a simple vista parecen; es decir, son
la avanzadilla de una campaña emprendida por los sectores
más militantes del integrismo musulmán en Francia, que
buscan conquistar una cabecera de playa no sólo en el
sistema educativo sino en todas las instituciones de la
sociedad civil francesa. Su objetivo es que se les reconozca
su derecho a la diferencia, en otras palabras, a gozar, en
aquellos espacios públicos, de una extraterritorialidad
cívica compatible con lo que aquellos sectores proclaman es
su identidad cultural, sustentada en sus creencias y
prácticas religiosas.
Este proceso cultural y político que se esconde detrás de
las amables apelaciones de “comunitarismo” o
“multiculturalismo” con que lo defienden sus mentores, es
uno de los más potentes desafíos a los que se enfrenta la
cultura de la libertad en nuestros días, y, a mi juicio, esa
es la batalla que en el fondo ha comenzado a librarse en
Francia detrás de las escaramuzas y encontrones de
apariencia superficial y anecdótica entre partidarios y
adversarios de que se autorice llevar el velo islámico a las
niñas musulmanas en los colegios públicos de Francia. Hay
por lo menos tres millones de musulmanes radicados en
territorio francés (algunos dicen que muchos más,
considerando a los ilegales). Y, entre ellos, desde luego,
sectores modernos y de clara filiación democrática, como el
que representa el rector de la mezquita de París, Dalil
Boubakeur, con quien coincidí hace algunos meses en Lisboa,
en una conferencia organizada por la Fundación Gulbenkian, y
cuya civilidad, amplia cultura y espíritu tolerante me
impresionaron. Pero, por desgracia, esa corriente moderna y
abierta acaba de ser derrotada en las recientes elecciones
para elegir el Consejo para el Culto Musulmán y los Consejos
Regionales, por los sectores radicales y próximos al
integrismo más militante, agrupados en la Unión de
Organizaciones Islámicas de Francia (UOIF), una de las
instituciones que más han batallado para que se reconozca a
las niñas musulmanas el derecho de asistir veladas a las
clases, por “respeto a su identidad y a su cultura”.
Este argumento, llevado a sus extremos, no tiene fin. O,
mejor dicho, si se acepta, crea unos poderosos precedentes
para aceptar también otros rasgos y prácticas tan
ficticiamente “esenciales” a la cultura propia como los
matrimonios de las jóvenes negociados por los padres, la
poligamia y, al extremo, hasta la ablación femenina. Este
oscurantismo se disfraza con un discurso de alardes
progresistas: ¿con qué derecho quiere el etnocentrismo
colonialista de los franceses de viejo cuño imponer a los
franceses recientísimos de religión musulmana costumbres y
procederes que son írritos a su tradición, a su moral y a su
religión? Adobada de desplantes supuestamente pluralistas,
la Edad Media podría así resucitar e instalar un enclave
anacrónico, inhumano y fanático en la sociedad que proclamó,
la primera en el mundo, los Derechos del Hombre. Este
razonamiento aberrante y demagógico debe ser denunciado con
energía, como lo que es: un gravísimo peligro para el futuro
de la libertad.
La inmigración provoca en nuestro tiempo una alarma
exagerada en muchos países europeos, entre ellos Francia,
donde este miedo explica en buena parte el elevadísimo
número de votos que alcanzó, en la primera vuelta de las
elecciones presidenciales pasadas, el Front National,
movimiento xenófobo y neofascista que lidera Le Pen. Pero
esos temores son absurdos e injustificados, pues la
inmigración es absolutamente indispensable para que las
economías de los países europeos, de demografía estancada o
decreciente, sigan creciendo y los actuales niveles de vida
de la población se mantengan o eleven. La inmigración, por
eso, en vez del íncubo que habita las pesadillas de tantos
europeos, debe ser entendida como una inyección de energía y
de fuerza laboral y creativa a la que los países
occidentales deben abrir sus puertas de par en par y obrar
por la integración del inmigrante. Pero, eso sí, sin que por
ello la más admirable conquista de los países europeos, que
es la cultura democrática, se vea mellada, sino, por el
contrario, se renueve y enriquezca con la adopción de esos
nuevos ciudadanos.
Es obvio que son éstos quienes tienen que adaptarse a las
instituciones de la libertad, y no éstas renunciar a sí
mismas para acomodarse a prácticas o tradiciones
incompatibles con ellas. En esto no puede ni debe haber
concesión alguna, en nombre de las falacias de un
“comunitarismo” o “multiculturalismo” pésimamente
entendidos. Todas las culturas, creencias y costumbres deben
tener cabida en una sociedad abierta, siempre y cuando no
entren en colisión frontal con aquellos derechos humanos y
principios de tolerancia y libertad que constituyen la
esencia de la democracia.
Los derechos humanos y las libertades públicas y privadas
que garantiza una sociedad democrática establecen un
amplísimo abanico de posibilidades de vida que permiten la
coexistencia en su seno de todas las religiones y creencias,
pero éstas, en muchos casos, como ocurrió con el
cristianismo, deberán renunciar a los maximalismos de su
doctrina -el monopolio, la exclusión del otro y prácticas
discriminatorias y lesivas a los derechos humanos- para
ganar el derecho de ciudad en una sociedad abierta. Tienen
razón Alain Finkielkraut, Elizabeth Badinter, Régis Debray,
Jean-François Revel y quienes están con ellos en esta
polémica: el velo islámico debe ser prohibido en las
escuelas públicas francesas en nombre de la libertad.
El artículo de Mario Vargas Llosa fue publicado en el diario
EL PAÍS el 22 de junio de 2003. El de Pajares, responsable
de Inmigración del Centro de Estudios de CCOO de Cataluña,
el 13 de enero de 2004
|