El omeya Abderrahmán III (912-961 de la Era Común), nieto y
sucesor del emir cordobés Abadía (888-912), quien había
accedido al poder tras ordenar envenenar a su hermano Al-Mundir,
no pierde el tiempo. Por el norte, logra contener en el
“limes” del Duero el avance cristiano de los reyes Ordoño II
(León) y Sancho de Navarra tras derrotarlos en la batalla de
Valdejunquera (920), a la vez que acaba con la “fitna” que
amenazaba con romper el independiente Emirato Omeya de
Córdoba, pacificando Al-Andalus con mano firme y férrea:
así, conquista en 928 ya la cabeza de sus tropas el feudo
del rebelde Omar Ibn Hafsun en Bobastro, pese a la petición
de ayuda de éste a los fatimíes del Maghreb en cuyo nombre
ordenó el rezo en las mezquitas, derrota a otro insurgente,
Ibn Marwan, arrebatándole Badajoz y, finalmente, somete a
los Beni Hyyay que se habían hecho fuertes,
independizándose, en Sevilla. Tras estas victorias y con su
prestigio consolidado, no duda en reivindicar el Califato el
año 929 de la Era Común, proclamándose Califa en competencia
directa con su homólogo Abasida de Bagdad.
Era hora de volverse hacia África, proyectando en una jugada
de ajedrez una serie de atrevidos movimientos tácticos con
un declarado fin estratégico: convertir el Maghreb en
“limes” del califato, a modo de defensa adelantada de forma
similar a como ya había hecho Roma con la Mauritania
Tingitana y, más tarde, intentarían con desigual fortuna
portugueses y españoles con un rosario de bases militares en
el litoral (Ceuta, Melilla y los Peñones son aun, en la
actualidad, un excelente ejemplo de esta estrategia).
Además y poco antes de su advenimiento al poder, ya habían
llegado hasta Al-Andalus los tambores de guerra del shiísmo
fatimí, amenazando con incendiar todo el Maghreb y, después,
saltar por el Estrecho hasta la Península, como advierte
Levi-Provenzal: “No podían dejar de llegar a España y de
encontrar en ella una resonancia profunda”. Una vez
pacificado Al-Andalus, Abderrahmán III rearma su arsenal de
Algeciras desde el que se organiza una flota que vigila, día
y noche, el litoral andalusí, según narra Ibn Khaldún. No
contento con ello, toma bajo su protección a los
descendientes del derrotado emirato del Nekor (Alhucemas)
quienes, al mando de Salih ben Salih, logran retomarlo por
un tiempo, ocupa la zona de Melilla en 927 y Ceuta pocos
años más tarde (931).
Más aun, sostiene pese las notables diferencias ideológicas
(los Omeyas eran, por tradición, sunníes ortodoxos) la
revuelta khariyí de Abu Liazid Ben Majlad quien había, una
vez más, aglutinado a los descontentos bereberes contra el
despotismo fatimí, enviando en el año 945 una embajada a
Córdoba y, un año más tarde, a su propio hijo, quien fue
acogido en la corte califal de Al-Andalus con todos los
honores.
En 944 y tras una fuerte ofensiva, las tropas califales
logran paulatinamente afianzarse en el Maghreb (Tánger es
debelada en 951).
Para el 950, en palabras del historiador Azzuz Hakim “La
autoridad nominal del Califa Omeya era reconocida, desde
Argel hasta Sijilmasa y el Océano Atlántico”, pese a
posteriores -y fracasadas- ofensivas fatimíes. Abderrahmán
III fija su centro de operaciones primero en Ceuta y luego
en Fez, la antigua capital Idrisi, donde en 955 y bajo su
nombre se amplia la mezquita (955).
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