Un día, de hace varios años, en
Sevilla y durante un mitin, a José María Aznar lo
piropearon diciéndole, más o menos, que tenía más cojones
que el caballo del Espartero. Y al hombre no se le ocurrió
otra cosa que celebrarlo reclamando un metro por si alguien
quería tomarle la medida de su entrepierna. En plena euforia
varonil, le faltó anunciar que estaba en condiciones de
competir con el tan celebrado badajo de Makelele.
A partir de entonces, los ciudadanos se dieron cuenta de que
Aznar se sentía muy satisfecho de su hombría y creyeron que
también le agradaría ser tenido como estrella en tálamo
propio y ajeno. Una opinión que se acrecentó viéndole en
compañía de Flavio Briatore, director deportivo de
Renault, amigo de grandes fiestas en yate y tenido por un
Casanova.
Más tarde se dejó la melena, lució abalorios y principió a
sentirse joven y apuesto con su renovado aspecto; estudiado
para poder sentirse a gusto en su nueva vida como ex
presidente bien amueblado por arriba y por abajo. Preparado
físicamente y relajado por no residir ya en La Moncloa,
comenzó Josemaría a calibrar de qué modo le miraban las
féminas. Y comprobó, sin duda, que ejercía cierta atracción.
Y las lenguas de doble filo le endilgaron un romance con una
actriz española.
Pero el bulo no coló. Incluso Ana Botella se rió de
la aireada infidelidad de su marido con un requiebro
despectivo. Que bien pudo fastidiar en gran medida el ego de
un Aznar que a buen seguro pensaría que, de haberse dado las
circunstancias adecuadas, por qué no habría sido posible esa
relación extramatrimonial. Máxime estando él cachas y
portando muy cualificados atributos.
Ana Botella actuó, tan tradicionalista ella, de manera muy
distinta a cómo lo hizo Carmen Romero cuando se me
ocurrió preguntarle si se sentía engañada por Felipe
González. Y, teniendo ambos como testigo a la siempre
recordada María del Carmen Cerdeira, me respondió
así: “Felipe es un torero y los toreros suelen poner
cuernos”. Frase que reside en la hemeroteca.
Ahora, durante los últimos días, ha circulado el rumor de
que la ministra francesa de Justicia, Rachida Dati,
había sido embarazada por Aznar. Y se ha armado la
tremolina. Y el ex presidente ha puesto el grito en el
cielo. Aunque no descarto que en su fuero interno se haya
sentido satisfecho al ser tenido, nuevamente, como hombre
capaz de llevarse al huerto a mujeres atractivas y
relevantes. Aunque espero que no se lo crea y tire por
tierra la sentencia de su esposa: “Mi marido no se come un
rosco fuera del hogar”.
La vida íntima de los políticos me importa muy poco – la de
Aznar mucho menos-, siempre que no repercuta negativamente
en su hacer diario como responsable público. Al grano: hay
políticos que nos dan diariamente lecciones de moral, en
todos los sentidos, y luego llevan una vida disipada. Una
contradicción que se ve superada por algo más grave: cuando
pagan sus vicios y caprichos de alcoba con prebendas y
canonjías. Y que suelen llevar la marca de la ignominia,
además.
A Aznar, sin embargo, debido a ese estilo de machote que ha
venido exhibiendo en los últimos años, le han achacado
romances con mujeres de bandera, sin tan siquiera habérselas
comido con la vista. Lo que se habrá reído Flavio Briatore.
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