No es extraño que para la dinastía Alauí, actualmente en el
poder, el reino de los Idrisíes sea todo un referente como
embrión del Estado marroquí. A mi juicio habría tres razones
que sustentarían esta atracción: la legitimidad religiosa
con la que se arropó Idris I y sus sucesores, dado su origen
xerifiano y descendiente directo del Profeta Mahoma; el
intento de aglutinar, en una clara dinámica de conquista y
expansión a través de un estado centralizado en una capital,
Fez, las tierras del actual Marruecos; finalmente, la
creación de una primera administración (el Makhzén) cuya
cabeza, política y religiosa, sería el rey. “Mutatis
mutandis” no es difícil encontrar paralelismos con la
dinastía Alauí, desde Mulay Ismail hasta Mohamed VI pasando,
naturalmente, por Hassan II.
Azzuz Hakim es, una vez más, una clara referencia: “… el
estado Idrisi fue una monarquía que recibió el nombre de
Imamato por su origen y constitución interna, cuyo carácter
religioso quedaba respaldado por la condición de Xerifes y
descendientes del Profeta que tenían los Idrisíes, sucesores
del fundador de la dinastía. El Imam era el jefe absoluto,
dueño de vidas y haciendas de sus súbditos. Como monarquía
independiente que era, hacía la oración en las mezquitas del
Imamato en nombre del monarca reinante. Este, como
representante de Dios en la tierra y el elegido por Él para
gobernar y velar por los intereses de sus criaturas, es la
autoridad suprema de la nación, por cuyos destinos debía
velar, defendiéndola, gobernándola y dirigiéndola por el
camino recto”.
Los primeros idrisíes organizaron una Corte con una red
administrativa muy jerarquizada, poniendo a su frente un
gran Visir (a modo de Primer ministro) que era nombrado y
destituido por el rey mismo; de él parece que dependían
otros visires, como el de justicia por ejemplo.
El Estado a su vez estaba dividido en cabilas (a modo de
provincias), dirigidas por un “wali” o gobernador en el que
se delegaba toda la autoridad salvo (matiz nada banal) la
religiosa, que estaba al cargo de un cadí o juez. Las
tierras estaban divididas en tres lotes, siguiendo el
derecho islámico y el proceso de ocupación: las tierras
“anua” eran las conquistadas “manu militari”, incorporándose
directamente al “Makhzén”, que solía distribuirlas a
arrendadores musulmanes quienes podían quedarse con el 5% de
las cosechas; las “sulh” correspondían a las sometidas por
capitulación, pudiendo quedarse con ellas sus propietarios
pagando, en cuanto no musulmanes, un gravoso impuesto; por
último, las “musal-lim” serían las obtenidas de forma
pacífica pasando sus propietarios, convertidos al Islam, a
pagar solo los impuestos religiosos como el resto de la
comunidad.
Este modelo de ocupación territorial fue también adoptado,
con matices, por el Imperio Otomano en la conquista de los
Balcanes, explicando por sí solo la conversión al Islam de
la nobleza terrateniente y pequeños propietarios rurales. En
cuanto a la Hacienda, parece que estaba dividida (al igual
que en el Califato Omeya de Córdoba) en tres sectores: la
particular del rey, la pública o “Bit Al-Mal” y la religiosa
de bienes “Habús”, destinados éstos al culto islámico, la
enseñanza (basada en el Corán) y la beneficencia. En cuanto
a los ingresos eran de cuatro tipos, incluyendo la “ganima”
o botín de guerra.
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