Una ceutí universal, Elena Laverón,
recibió ayer con la humildad de los más grandes el XI Premio
de las Artes y la Cultura, un galardón al que no desmerecen
ninguno de sus anteriores ganadores pero que con ella
alcanza un nivel superior, más allá de nuestras reducidas
fronteras locales y nacionales. La talla de la escultura
nacida en la ciudad autónoma podría hacer pensar que ella le
da tanto o más al premio de lo que recibe del mismo, pero la
artista supo ganarse al auditorio con una actitud
extremadamente agradecida y emocionada.
“Quienes hemos tenido el privilegio de conocerla, y sentir
de cerca la fuerza de esa personalidad que se vislumbra bajo
un exterior tan discreto y afable”, decía ya hace seis años
en un magnífico artículo el escritor peruano Mario Vargas
Llosa, “podemos imaginárnosla muy bien: trabajando sin
tregua, indiferente a la falta de estímulos del entorno,
abrasada por una indeclinable pasión interior y dispuesta a
arrollar todos los obstáculos para sacar adelante su
vocación. De esa voluntad ígnea están hechos los grandes
artistas: en ellos, el talento suele ser un epifenómeno de
la disciplina, la convicción y la terquedad”. Como si de un
espejo de sus palabras se tratara, Laverón recibió ayer
sentada en el Salón del Trono del Palacio autonómico el
homenaje que le debía su ciudad hecho verbo en el estupendo
discurso que le dedicó la consejera de Educación, Cultura y
Mujer de la Ciudad Autónoma, Mabel Deu. Cuando le tocó hacer
uso de la palabra la escultora apenas sí pudo articular un
gracias por todo. Tan habituados como estamos a los
presuntos artistas que donde más fuerza demuestran es ante
los micrófonos de los medios de comunicación la actitud de
Elena Laverón resulta un agradable soplo de aire fresco y
verdadero. Arte de verdad.
Esta ciudad no debería dejar pasar la oportunidad al resto
de sus hijos ilustres que se lo merecen al menos tanto como
Laverón porque con ello recibirá más de lo que dé a los
homenajeados.
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