Las cuatro de la tarde. Junto al Agujero de la Sardina, una
vez que empieza a diseminarse el grueso de los bañistas de
la Ribera, hay un escueto puestecito blanco; mesa silla y
toldo; que contrasta con el derrame naranja sobre la arena
de los kayak. “Si quieres te apunto de reserva, pero ahora
mismo no hay ninguna plaza”. Mal asunto. Rober Gómez, que
había perdido la siesta para asitirme en la crónica de un
paseo en kayak me lanza una mirada de agradecimiento.
“Podéis venir a las cinco o cinco y cuarto para la segunda
salida, que han venido antes cuatro niños del Chorrillo que
sus padres no estaban muy convencidos y puede que haya
sitio”.
Las cinco y cuarto de la tarde. Los cuatro niños están allí,
lozanos y dispuestos. ¿Cómo está la cosa? “Por ahora han
venido seis y el grupo es de doce, es que normalmente hay
que reservarlo con un día de antelación o por la mañana, si
no es difícil entrar”. Rober vuelve a mirar con la palabra
siesta escrita en la frente. “De todas formas creo que vais
a tener suerte porque ya está llegando el otro grupo y yo
cuando mencione los nombres de la lista de los que se han
apuntado, la plaza de quien no esté pasa a los de la
reserva”. Por el filo de Fuentecaballos aparece en fila el
grupo de piragüístas de las cuatro. Carillas de cansancio
pero satisfechas. El mar y el sol dan una felicidad casi
instántanea.
Las cinco y media. El monitor pasa lista y finalmente hay
hueco. La expedición se compone de ocho kayak individuales y
dos más dobles. Queda una para dos pasajeros y Rober y yo la
agenciamos. “A ver, los que nunca hayáis cogido hecho
piragüísmo”- esos somos nosotros- “la pala se coge poniendo
las manos de tal forma que haya la misma distacia con
respecto al final de los extremos de la pala; el dibujito
del circulo que hay en la paleta tiene que quedar en la
parte de abajo; el movimiento consiste en introducir la pala
en el agua y con un golpe de muñeca cambias al otro brazo y
vuelves a introducirlo en el agua; en la embarcación, para
subir. primero ponéis el culo y después metéis las piernas”.
Parece fácil, aún así: ¿Esto se vuelca? “Qué va, estas
embarcaciones son de iniciación y muy estables”. Me ajusto
el chaleco salvavidas de todas formas y lo acaricio un poco.
Los chavalines que nos habían prometido los puestos ya están
subidos y paleando. No tiene que ser excesivamente
complicado.
A los acantilados
La salida se hace por la orilla junto al reciente espigón de
la Ribera. Montarse no es difícil-”pones el culo y después
las piernas”- y nos subimos en un periquete. Róber encabeza
el kayak, él que es mayor y con menos tabaco en los
pulmones: “El que está en la parte delantera de una doble es
el que marca el ritmo. Si queréis virar hacia la izquierda o
la derecha paleais en la parte contraria”. Es decir si
paleas a tu izquierda, giras a la derecha y viceversa. Hasta
los cinco años no me quedó claro eso de la izquierda y la
derecha, en vez de por los acantilados del monte Hacho puede
ser que terminemos en Gibraltar.
Una vez metidos en faena, el viraje no es complicado,
incluso para los disléxicos. Salimos con algo de retraso con
respecto al grupo y nos vamos directos contra los flotadores
de la red anti-medusa. Al lado del espigón la línea de la
red baja y así se puede sortear.
Emprendemos el camino a unos veinte metros del grupo. El
monitor, atento, se para de través. Joder con los pavos de
El Pueblo, parece que piensa pero mis fuentes no son fiables
porque el hombre no lo dice. En cuarenta metros hemos
chocado las palas Rober y yo unas seis veces. Muy
coordinados todavía no andamos. Además estamos
constantemente zizagueando: viramos a la derecha, paleamos
dos o tres veces y nos doblamos hacia la derecha; doblamos a
la izquierda, paleamos dos o tres veces y otra vez doblados.
Un sinsentido, vamos a hacer diez kilómetros en un recorrido
de quinientos metros.
El grupo se acerca un poco más a la costa. Varias rocas se
alzan desde el agua. “Pasamos entre las rocas ¿no?” dice
Rober, el cachondo. Las embarcaciones se pueden chocar
contra las rocas sin problemas, pero todavía no estamos muy
duchos en el sorteo de obstáculos. “Vira a la derecha, a la
derecha”, pero la embarcación no hace caso. Cosas de las
corrientes. Nuestro periplo por el roqueo termina en una
pequeña calita y encerrados entre varias rocas de donde es
difícil salir. Una familia que estaba allí con gorritos,
bocatas y vocación de domingo nos mira con franca
curiosidad. Después de unos momentos de duda, empujando las
rocas con las palas conseguimos salir de allí.
Paleamos con un poco de más fuerza para coger al resto del
grupo. La dirección ya va algo mejor y nos acercamos a la
distancia suficiente como para poder descansar un rato. Echo
un vistazo a los acantilados, pensaba escribir en el
reportaje algo así como: cuando el monte Hacho se pierde de
la ciudad se torna en el reino de las aves, que vigilan
desde las rocas. Pero no hay ni siquiera un pollo, así que
me tengo que tragar la frase.
El paseo se disfruta realmente, cuando se está flotando, con
las vistas de los acantilados a un lado y el mar abierto al
otro, se difumina cualquier tensión, es normal que los que
lo hacen suelan repetir.
Llegamos a la altura de la inmisericorde cuesta del Recinto.
“Aquí hay una cueva, quien quiera puede entrar a echar un
vistazo y quien no se puede quedar aquí descansando o
dándose un baño. Eso sí, la cueva es pequeña y hay que
entrar uno a uno”. Mientras las embarcaciones van pasando
obedientemente una a una y se pierden por la garganta que
accede a la cueva, Rober se tumba en la embarcación y me
aplasta el tobillo. La idea es lo suficientemente deliciosa
como para imitarle y quejarme de forma suave. Llega nuestro
turno, hay que dejar las palas sobre la embarcación porque
el acceso es estrecho y empujarse haciendo fuerza con las
manos en las rocas. La cueva tiene su encanto, algas moradas
en el fondo y una apertura en el techo que provoca algo de
claroscuro. Lo que no es muy encantador es salir de allí con
un kayak doble, algo más largo que el resto. Hay que dar la
vuelta en un espacio que quedaba bastante justo para la
embarcación, así que por un rato hacemos algo de pinball,
chocando entre las paredes y el dichoso claroscuro de la
cueva. Haciendo un poco de fuerza con las paletas en las
rocas del fondo, y eligiendo el lugar adecuado la
embarcación sale finalmente. Un par de kayak más entran
después que nosotros y ya emprendemos el camino de vuelta a
la playa de la Ribera.
El regreso
El regreso es bastante más sencillo. El aprendizaje no es
complicado y la vuelta la hacemos prácticamente sin
zizagueos y a mejor ritmo. “Acuérdate de David Cal” dice
Rober. El arribamiento a la playa se hace esta vez por la
cala que está en frente del Agujero de la Sardina. Hacemos
medalla de bronce en una competición inexistente.
¿Alguna vez habéis tenido algún tipo de problema en una de
las salidas? “Qué va esto es algo suave, que se hace además
a poca profundidad y con un tipo de kayak que es muy difícil
de volcar”. ¿Ni siquiera cuando hay viento de Levante?
“Nosotros hemos empezado a mitad de julio y la verdad es que
hemos tenido bastante suerte. No ha habido ningún día en el
que haya habido viento fuerte. Aún así sigue siendo muy
difícil que se vuelque la embarcación”. ¿Esto lo organiza la
Ciudad, no? “Sí, la Consejería de Medio Ambiente. Tenemos un
contrato por dos meses y empezamos a mitad de julio con lo
que no sé si acabará al final de este mes o estaremos hasta
mitad de septiembre”- Yo creo que te va a tocar trabajar
hasta septiembre- ¿Y vosotros sois monitores de la Casa de
la Juventud o algo parecido? “No, somos de Fortur, una
empresa que organiza actividades de aventura y hacemos de
vez en cuando algún contrato con ellos”.
El monitor me mira, ya se ha acabado el cuestionario, y nos
indica que hay que llevar las embarcaciones al recinto por
donde accede el pescado al Mercado Central, que utilizan a
modo de embarcadero.
Rober me invita a un cigarro cuando recuperamos nuestros
enseres, se le ha olvidado ya que casi nos quedamos sin
plaza. Estira un poco los brazos y se toca un poco molesto
el hombro: “Menuda tarde nos espera ahora para escribir las
páginillas” dice mientras subimos las escaleras que dan a
Independencia. Cierto es Rober, cierto es.
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