Las esculturas masculinas o femeninas (pero sobre todo estas
últimas) de Elena Laverón suelen tener, de la cintura para
arriba, unos cuerpos esbeltos que se sutilizan y adelgazan
hasta volverse, a la altura del rostro, una sublimación de
sí mismos, unas formas desencarnadas, aéreas, se diría que a
punto de mudar en espíritus. De la cintura para abajo, en
cambio, esos cuerpos se materializan, ensanchan, endurecen,
como si quisieran tornarse troncos de árboles para así
clavarse más profundamente en la tierra. Delicadas y
ligeras, consustanciadas con el aire, dispuestas a volar en
sus torsos y cabezas, esas figuras son, en sus recios
muslos, en sus sólidas pantorrillas, tremendamente
materiales y terráqueas, una afirmación clamorosa del cuerpo
y de ese “abajo” humano donde anidan los órganos de su
animalidad: el sexo y las vísceras. No se trata de una
dicotomía incompatible entre la vocación espiritual e
idealista que anima al ser humano y su realidad corporal,
perecedera y corrompible, sino de una figura indivisible, en
la que se funden en aleación indisoluble el anverso y el
reverso del fenómeno humano: el cuerpo y el alma, lo
espiritual y lo material, lo demoníaco y lo angélico. En las
manos de Elena Laverón la esencia y la existencia son
indiferenciables, como predicaban los filósofos
existencialistas.
Un prejuicio tenaz e inveterado, de raíz cristiana, opone a
cuerpos y almas como realidades antagónicas, entre las que
el ser humano debe elegir. Cualquiera que sea su elección,
el otro es sacrificado, exorcizado. Según esta dicotomía
implacable, elegir el espíritu, la noble vida invisible de
las ideas, los ideales y los valores, significa repudiar el
cuerpo, la innoble materia donde pululan los instintos y el
ser humano es excrecencia y corrupción. Y, viceversa,
afirmar lo carnal, el derecho al placer de los sentidos, la
vida de aquí y de ahora, implicaría perder para siempre la
de allá, la eterna e inmaterial, expiando aquella culpa
terrenal que comenzó con la “caída”. Las esculturas de Elena
Laverón parecen una impugnación permanente de esa concepción
que hace enemigos encarnizados al alma y al cuerpo, un
esfuerzo empecinado para hermanar la materia y el espíritu
humano en una alianza fecunda, de la que resulta una vida
mejor y más completa. Sus hombres y mujeres gozan de una
soberanía integral, en la que la materia se espiritualiza y
el espíritu se encarna y vive en su envoltura terrenal. A
esta visión totalizadora, comprensiva, de la vida humana
deben las imágenes de Elena Laverón buena parte de su
calidez y atractivo, esa simpatía y solidaridad que
despiertan de inmediato en el espectador.
La poderosa energía que emana de sus esculturas suele
concentrarse en esas piernas robustas que las sostienen, y
en las que ellas parecen asentadas como en unos cimientos
indestructibles, preparados para resistir las más feroces
arremetidas. Por eso, esas siluetas dan tanta impresión de
seguridad y consistencia, de dominio de sí mismas y de su
entorno. Pero, pese a ser tan desproporcionadas, y tan
fuertes en relación con los estilizados cuerpecillos que
sostienen, no hay en esos muslos tan musculosos nada de
caricatural ni de grotesco. Por el contrario, reina en ellos
una armonía interior y una afirmación optimista de la vida,
de los sentidos, de la materia, del placer. Por eso, danzan
con tanta gracia con los bailarines o se abren, gozosamente
impúdicos, en esas muchachas exhibicionistas que parecen
ofrecer su intimidad, o se trenzan con los muslos del
adversario en los combates de lucha libre, o se doblan o
reclinan o tumban o flexionan con los discóbolos, golfistas
o patinadores o mudan en bancos o chaise-longues o
interponen como un biombo para proteger de las miradas
indiscretas a esas mujeres recostadas en poses de odaliscas
que parecen preparadas para hacer el amor.
Hayan sido sorprendidos en el seno del hogar, como parte de
la familia, o al aire libre, ejercitando un deporte,
divirtiéndose, luchando, meditando, pescando o amando, los
hombres y las mujeres de Elena Laverón se entregan a lo que
hacen con alegría y plenitud, como si, haciendo lo que
hacen, cumplieran con una obligación sagrada y realizaran un
designio de su ser. Por eso, sus esculturas nos comunican
esa sensación optimista y estimulante; cada una de ellas
delata esta convicción: la vida vale la pena de ser vivida.
A esta dualidad espíritu-materia característica de las
figuras antropomórficas de Elena Laverón, se añade otra, más
original todavía y más sutil: la de los géneros.
[...]
En las esculturas de Elena Laverón, no importa cuán
estilizada o simbólica sea la forma, siempre palpita un
poderoso relente de vida humana. Es más bien como si, en su
búsqueda de los rasgos esenciales de la identidad femenina,
la artista hubiera encontrado, sin proponérselo, acaso sin
saberlo, que lo “femenino” y lo “masculino” resultan sólo
dos máscaras superficiales de una realidad humana que, en lo
más recóndito es una sola, una realidad andrógina donde los
sexos desaparecen para ser uno solo, femenino y masculino a
la vez. Esas esculturas ambiguas, inclasificables, tienen
casi siempre algo perturbador e inquietante, porque se
yerguen ante el espectador como desafíos a viejas
certidumbres y estereotipos. Entre ellas, se encuentran las
creaciones más audaces y logradas de Elena Laverón.
¿Cómo llegó a ser la admirada y fecunda escultora que es hoy
día esta mujer nacida en Ceuta, en 1938, hija de un militar,
que pasaría su infancia, rodando con su familia de muchos
hermanos, por guarniciones militares de la periferia, en
Marruecos: Ketama, Arcile, Tánger, Alcázarquivir? Sin duda,
gracias a una energía y una voluntad tan indomables como la
que poseen las figuras que modelan sus manos, incansables,
desde hace más de cuarenta años. Antonio Aróstegui, que la
conoció de joven, cuando luego de haberse dedicado a la
pintura y a la cerámica comenzaba a concentrarse en la
escultura, la describe así, en Ceuta:
Desde entonces data también mi admiración por Elena. Me
sorprendía y admiraba a la vez cómo a sus veintiún años, en
una ciudad con escasas sugerencias y motivaciones
artísticas, seguía alimentando tesoneramente su vocación.
Sin tregua ni descanso, sin sucumbir jamás al desaliento,
trabajaba en su modesto e improvisado estudio. Tan
improvisado y modesto que se reducía a una pequeña
habitación de la casa de la calle Sández, donde habitaba con
sus padres y no sé cuántos hermanos.
Quienes hemos tenido el privilegio de conocerla, y sentir de
cerca la fuerza de esa personalidad que se vislumbra bajo un
exterior tan discreto y afable, podemos imaginárnosla muy
bien: trabajando sin tregua, indiferente a la falta de
estímulos del entorno, abrasada por una indeclinable pasión
interior y dispuesta a arrollar todos los obstáculos para
sacar adelante su vocación. De esa voluntad ígnea están
hechos los grandes artistas: en ellos, el talento suele ser
un epifenómeno de la disciplina, la convicción y la
terquedad.
[...]
En una época, mientras vivía en París, la pintura de Rouault
la entusiasmó tanto que abandonó la escultura para pintar
cuadros inspirados en el misticismo religioso, de trazo
grueso y colores vívidos, del maestro francés. Pero, luego,
cuando retornó a esculpir, sus grandes mentores fueron, qué
duda cabe, primero Picasso, y luego Henri Moore, quienes,
cada cual de distinta manera, la ayudarían a descubrir su
propio mundo, sus temas y sus formas. La originalidad pura
no existe en el dominio del arte: ella es siempre
reelaboración inspirada y novedosa de asuntos y técnicas
bien aprovechadas a las que el artista creador añade una
impronta personal. La que ha añadido Elena Laverón a las
lecciones tan bien metabolizadas de los grandes maestros
tiene que ver con esa sutil alianza que hay en ella de
espiritualidad y materialismo que carga a todas sus obras,
sean esculpidas en piedra o en bronce, de esa personalidad
sui géneris que las hace simultáneamente habitantes del
mundo material y del que tejen las fantasías y los sueños,
del mundo en el que nacemos condenados a vivir y a morir, y
del que fabrican nuestra sensibilidad y nuestros deseos para
vivir en él, con la imaginación, lo que el mundo real no nos
permite.
El Nacimiento de Eva, bronce de 1982, una de sus obras más
hermosas, es una buena muestra de esa curiosa e
inconfundible manera como en las creaciones de Elena Laverón
se confunden materia y espíritu en una visión totalizadora
de lo humano.
[...]
En la obra de Elena Laverón son frecuentes esas sutiles
transformaciones que, en el fondo, constituyen desacatos
contra lo establecido y convenido, cuestionamiento de las
evidencias. También en esto es una artista cabal, porque uno
de los principales cometidos del arte es desafiar las
convenciones y obligarnos a mirar con ojos más críticos y
desconfiados las apariencias que nos rodean, a fin de
descubrir las verdades ocultas.
No sólo son espacio y vacío los elementos que configuran una
escultura. De manera menos evidente, el tiempo es también
ingrediente de su naturaleza, según ellas parezcan, por su
solidez monumental o su terca consistencia, resistir a la
cronología, al discurrir, a la usura de las horas, o por el
contrario, debido a su ligereza y movilidad, ser fluencia
viva, transcurso, movimiento. Hay esculturas que, como las
de Miguel Ángel, parecen intemporales, y otras que, como un
móvil de Calder, fingen ser momentáneas y fugaces como las
aguas de un río. Las de Elena Laverón tienen, a veces, como
las que engalanan los parques o ciertos museos al aire
libre, esa monumentalidad que desafía al tiempo y nos da una
impresión de eternidad, en tanto que, otras, cuando recrean
una postura íntima —esa obsesionante figura femenina yacente,
que despliega su cuerpo con morosa sensualidad, que recurre
a lo largo de toda su trayectoria artística—, parecen una
pasajera instantánea, una realidad fugaz que en cualquier
momento va a eclipsarse ante nuestros ojos. Semejantes
impresiones no dependen de los materiales de que esas
esculturas están hechas, sino de la recóndita naturaleza de
que la destreza y la hechicería de su autora supo dotarlas.
Ya que, bien miradas, las esculturas de Elena Laverón no
sólo nos revelan los delicados sentimientos y apetitos que
las animan: también, su vocación perecedera o trascendente.
Algunos críticos han subrayado la conexión que existe entre
Elena Laverón y el arte primitivo, del que ella habría
tomado ciertos rasgos típicos: el trazo esquemático, la
elementalidad de la forma y una propensión ritual. Es
posible que esto sea cierto, pues no hay duda que, desde el
descubrimiento, en la época postmodernista, del arte de los
pueblos primitivos por los artistas europeos, el arte
occidental ha aprovechado de mil maneras ese arte venido de
sociedades y culturas que viven otros tiempos históricos,
adoran otros dioses, y tienen de este mundo y el trasmundo
conceptos diferentes.
[...]
Yo no me atrevería a llamar “primitivas” las esculturas de
Elena Laverón, aunque, a veces, la simplificación de las
figuras y las distorsiones que les imprime nos traigan a la
memoria los ídolos y diosecillos o demonios de las culturas
primitivas. Porque el suyo es un arte de un refinamiento y
exigencia estética inseparables de la civilización europea,
en su matiz mediterráneo. Albert Camus, quien describió con
sabiduría esas resonancias estéticas de la noción de “lo
mediterráneo”, vio en éste una alegría solar por la belleza
de la intemperie, la que barren los vientos, agitan las olas
y cubren los cielos azules donde el sol ciega a mediodía y
de noche tachonan las estrellas. Sin esa generosa exaltación
de la vida, la belleza del mundo que, según Camus, es la
civilización mediterránea, el arte escultórico de Elena
Laverón no sería lo que es.
Nacida en las orillas de este mar que, desde la antigüedad
helena, ha arrullado el desarrollo del pensamiento y el arte
de Occidente en sus múltiples manifestaciones, si hay una
tradición de la que forma parte constitutiva Elena Laverón
es la mediterránea. Gran parte de su vida la ha pasado allí
y, desde hace ya bastantes años, es bajo el luminoso y
cálido cielo de Málaga donde ella trabaja, sin pausa ni
fatiga, esas piezas que, ahora, se exhiben ya en muchos
lugares del planeta e integran las colecciones de los más
prestigiosos museos del mundo. Poco a poco, sin que ella lo
buscara ni se diera bien cuenta de ello —absorbida como está
en esa heroica empresa de humanizar la piedra, el bronce, la
madera, modelando en esos materiales formas cada vez más
maduras y exigentes—, ha ido ganado el respeto y la
admiración de críticos, coleccionistas y aficionados. Por
una vez, se ha hecho justicia: Elena Laverón es una artista
que ha dejado una marca imborrable en la escultura de
nuestro tiempo.
*El escritor peruano escribió este artículo en Lima en 2002.
El original íntegro fue publicado en la revista Letras
Libres ese mismo año.
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