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OPINIÓN - DOMINGO, 24 DE AGOSTO DE 2008

 
OPINIÓN

Las manos libres de Elena Laverón

Por Mario Vargas Llosa


Las esculturas masculinas o femeninas (pero sobre todo estas últimas) de Elena Laverón suelen tener, de la cintura para arriba, unos cuerpos esbeltos que se sutilizan y adelgazan hasta volverse, a la altura del rostro, una sublimación de sí mismos, unas formas desencarnadas, aéreas, se diría que a punto de mudar en espíritus. De la cintura para abajo, en cambio, esos cuerpos se materializan, ensanchan, endurecen, como si quisieran tornarse troncos de árboles para así clavarse más profundamente en la tierra. Delicadas y ligeras, consustanciadas con el aire, dispuestas a volar en sus torsos y cabezas, esas figuras son, en sus recios muslos, en sus sólidas pantorrillas, tremendamente materiales y terráqueas, una afirmación clamorosa del cuerpo y de ese “abajo” humano donde anidan los órganos de su animalidad: el sexo y las vísceras. No se trata de una dicotomía incompatible entre la vocación espiritual e idealista que anima al ser humano y su realidad corporal, perecedera y corrompible, sino de una figura indivisible, en la que se funden en aleación indisoluble el anverso y el reverso del fenómeno humano: el cuerpo y el alma, lo espiritual y lo material, lo demoníaco y lo angélico. En las manos de Elena Laverón la esencia y la existencia son indiferenciables, como predicaban los filósofos existencialistas.

Un prejuicio tenaz e inveterado, de raíz cristiana, opone a cuerpos y almas como realidades antagónicas, entre las que el ser humano debe elegir. Cualquiera que sea su elección, el otro es sacrificado, exorcizado. Según esta dicotomía implacable, elegir el espíritu, la noble vida invisible de las ideas, los ideales y los valores, significa repudiar el cuerpo, la innoble materia donde pululan los instintos y el ser humano es excrecencia y corrupción. Y, viceversa, afirmar lo carnal, el derecho al placer de los sentidos, la vida de aquí y de ahora, implicaría perder para siempre la de allá, la eterna e inmaterial, expiando aquella culpa terrenal que comenzó con la “caída”. Las esculturas de Elena Laverón parecen una impugnación permanente de esa concepción que hace enemigos encarnizados al alma y al cuerpo, un esfuerzo empecinado para hermanar la materia y el espíritu humano en una alianza fecunda, de la que resulta una vida mejor y más completa. Sus hombres y mujeres gozan de una soberanía integral, en la que la materia se espiritualiza y el espíritu se encarna y vive en su envoltura terrenal. A esta visión totalizadora, comprensiva, de la vida humana deben las imágenes de Elena Laverón buena parte de su calidez y atractivo, esa simpatía y solidaridad que despiertan de inmediato en el espectador.

La poderosa energía que emana de sus esculturas suele concentrarse en esas piernas robustas que las sostienen, y en las que ellas parecen asentadas como en unos cimientos indestructibles, preparados para resistir las más feroces arremetidas. Por eso, esas siluetas dan tanta impresión de seguridad y consistencia, de dominio de sí mismas y de su entorno. Pero, pese a ser tan desproporcionadas, y tan fuertes en relación con los estilizados cuerpecillos que sostienen, no hay en esos muslos tan musculosos nada de caricatural ni de grotesco. Por el contrario, reina en ellos una armonía interior y una afirmación optimista de la vida, de los sentidos, de la materia, del placer. Por eso, danzan con tanta gracia con los bailarines o se abren, gozosamente impúdicos, en esas muchachas exhibicionistas que parecen ofrecer su intimidad, o se trenzan con los muslos del adversario en los combates de lucha libre, o se doblan o reclinan o tumban o flexionan con los discóbolos, golfistas o patinadores o mudan en bancos o chaise-longues o interponen como un biombo para proteger de las miradas indiscretas a esas mujeres recostadas en poses de odaliscas que parecen preparadas para hacer el amor.

Hayan sido sorprendidos en el seno del hogar, como parte de la familia, o al aire libre, ejercitando un deporte, divirtiéndose, luchando, meditando, pescando o amando, los hombres y las mujeres de Elena Laverón se entregan a lo que hacen con alegría y plenitud, como si, haciendo lo que hacen, cumplieran con una obligación sagrada y realizaran un designio de su ser. Por eso, sus esculturas nos comunican esa sensación optimista y estimulante; cada una de ellas delata esta convicción: la vida vale la pena de ser vivida.

A esta dualidad espíritu-materia característica de las figuras antropomórficas de Elena Laverón, se añade otra, más original todavía y más sutil: la de los géneros.

[...]

En las esculturas de Elena Laverón, no importa cuán estilizada o simbólica sea la forma, siempre palpita un poderoso relente de vida humana. Es más bien como si, en su búsqueda de los rasgos esenciales de la identidad femenina, la artista hubiera encontrado, sin proponérselo, acaso sin saberlo, que lo “femenino” y lo “masculino” resultan sólo dos máscaras superficiales de una realidad humana que, en lo más recóndito es una sola, una realidad andrógina donde los sexos desaparecen para ser uno solo, femenino y masculino a la vez. Esas esculturas ambiguas, inclasificables, tienen casi siempre algo perturbador e inquietante, porque se yerguen ante el espectador como desafíos a viejas certidumbres y estereotipos. Entre ellas, se encuentran las creaciones más audaces y logradas de Elena Laverón.

¿Cómo llegó a ser la admirada y fecunda escultora que es hoy día esta mujer nacida en Ceuta, en 1938, hija de un militar, que pasaría su infancia, rodando con su familia de muchos hermanos, por guarniciones militares de la periferia, en Marruecos: Ketama, Arcile, Tánger, Alcázarquivir? Sin duda, gracias a una energía y una voluntad tan indomables como la que poseen las figuras que modelan sus manos, incansables, desde hace más de cuarenta años. Antonio Aróstegui, que la conoció de joven, cuando luego de haberse dedicado a la pintura y a la cerámica comenzaba a concentrarse en la escultura, la describe así, en Ceuta:

Desde entonces data también mi admiración por Elena. Me sorprendía y admiraba a la vez cómo a sus veintiún años, en una ciudad con escasas sugerencias y motivaciones artísticas, seguía alimentando tesoneramente su vocación. Sin tregua ni descanso, sin sucumbir jamás al desaliento, trabajaba en su modesto e improvisado estudio. Tan improvisado y modesto que se reducía a una pequeña habitación de la casa de la calle Sández, donde habitaba con sus padres y no sé cuántos hermanos.

Quienes hemos tenido el privilegio de conocerla, y sentir de cerca la fuerza de esa personalidad que se vislumbra bajo un exterior tan discreto y afable, podemos imaginárnosla muy bien: trabajando sin tregua, indiferente a la falta de estímulos del entorno, abrasada por una indeclinable pasión interior y dispuesta a arrollar todos los obstáculos para sacar adelante su vocación. De esa voluntad ígnea están hechos los grandes artistas: en ellos, el talento suele ser un epifenómeno de la disciplina, la convicción y la terquedad.

[...]

En una época, mientras vivía en París, la pintura de Rouault la entusiasmó tanto que abandonó la escultura para pintar cuadros inspirados en el misticismo religioso, de trazo grueso y colores vívidos, del maestro francés. Pero, luego, cuando retornó a esculpir, sus grandes mentores fueron, qué duda cabe, primero Picasso, y luego Henri Moore, quienes, cada cual de distinta manera, la ayudarían a descubrir su propio mundo, sus temas y sus formas. La originalidad pura no existe en el dominio del arte: ella es siempre reelaboración inspirada y novedosa de asuntos y técnicas bien aprovechadas a las que el artista creador añade una impronta personal. La que ha añadido Elena Laverón a las lecciones tan bien metabolizadas de los grandes maestros tiene que ver con esa sutil alianza que hay en ella de espiritualidad y materialismo que carga a todas sus obras, sean esculpidas en piedra o en bronce, de esa personalidad sui géneris que las hace simultáneamente habitantes del mundo material y del que tejen las fantasías y los sueños, del mundo en el que nacemos condenados a vivir y a morir, y del que fabrican nuestra sensibilidad y nuestros deseos para vivir en él, con la imaginación, lo que el mundo real no nos permite.

El Nacimiento de Eva, bronce de 1982, una de sus obras más hermosas, es una buena muestra de esa curiosa e inconfundible manera como en las creaciones de Elena Laverón se confunden materia y espíritu en una visión totalizadora de lo humano.

[...]

En la obra de Elena Laverón son frecuentes esas sutiles transformaciones que, en el fondo, constituyen desacatos contra lo establecido y convenido, cuestionamiento de las evidencias. También en esto es una artista cabal, porque uno de los principales cometidos del arte es desafiar las convenciones y obligarnos a mirar con ojos más críticos y desconfiados las apariencias que nos rodean, a fin de descubrir las verdades ocultas.

No sólo son espacio y vacío los elementos que configuran una escultura. De manera menos evidente, el tiempo es también ingrediente de su naturaleza, según ellas parezcan, por su solidez monumental o su terca consistencia, resistir a la cronología, al discurrir, a la usura de las horas, o por el contrario, debido a su ligereza y movilidad, ser fluencia viva, transcurso, movimiento. Hay esculturas que, como las de Miguel Ángel, parecen intemporales, y otras que, como un móvil de Calder, fingen ser momentáneas y fugaces como las aguas de un río. Las de Elena Laverón tienen, a veces, como las que engalanan los parques o ciertos museos al aire libre, esa monumentalidad que desafía al tiempo y nos da una impresión de eternidad, en tanto que, otras, cuando recrean una postura íntima —esa obsesionante figura femenina yacente, que despliega su cuerpo con morosa sensualidad, que recurre a lo largo de toda su trayectoria artística—, parecen una pasajera instantánea, una realidad fugaz que en cualquier momento va a eclipsarse ante nuestros ojos. Semejantes impresiones no dependen de los materiales de que esas esculturas están hechas, sino de la recóndita naturaleza de que la destreza y la hechicería de su autora supo dotarlas. Ya que, bien miradas, las esculturas de Elena Laverón no sólo nos revelan los delicados sentimientos y apetitos que las animan: también, su vocación perecedera o trascendente.

Algunos críticos han subrayado la conexión que existe entre Elena Laverón y el arte primitivo, del que ella habría tomado ciertos rasgos típicos: el trazo esquemático, la elementalidad de la forma y una propensión ritual. Es posible que esto sea cierto, pues no hay duda que, desde el descubrimiento, en la época postmodernista, del arte de los pueblos primitivos por los artistas europeos, el arte occidental ha aprovechado de mil maneras ese arte venido de sociedades y culturas que viven otros tiempos históricos, adoran otros dioses, y tienen de este mundo y el trasmundo conceptos diferentes.

[...]

Yo no me atrevería a llamar “primitivas” las esculturas de Elena Laverón, aunque, a veces, la simplificación de las figuras y las distorsiones que les imprime nos traigan a la memoria los ídolos y diosecillos o demonios de las culturas primitivas. Porque el suyo es un arte de un refinamiento y exigencia estética inseparables de la civilización europea, en su matiz mediterráneo. Albert Camus, quien describió con sabiduría esas resonancias estéticas de la noción de “lo mediterráneo”, vio en éste una alegría solar por la belleza de la intemperie, la que barren los vientos, agitan las olas y cubren los cielos azules donde el sol ciega a mediodía y de noche tachonan las estrellas. Sin esa generosa exaltación de la vida, la belleza del mundo que, según Camus, es la civilización mediterránea, el arte escultórico de Elena Laverón no sería lo que es.

Nacida en las orillas de este mar que, desde la antigüedad helena, ha arrullado el desarrollo del pensamiento y el arte de Occidente en sus múltiples manifestaciones, si hay una tradición de la que forma parte constitutiva Elena Laverón es la mediterránea. Gran parte de su vida la ha pasado allí y, desde hace ya bastantes años, es bajo el luminoso y cálido cielo de Málaga donde ella trabaja, sin pausa ni fatiga, esas piezas que, ahora, se exhiben ya en muchos lugares del planeta e integran las colecciones de los más prestigiosos museos del mundo. Poco a poco, sin que ella lo buscara ni se diera bien cuenta de ello —absorbida como está en esa heroica empresa de humanizar la piedra, el bronce, la madera, modelando en esos materiales formas cada vez más maduras y exigentes—, ha ido ganado el respeto y la admiración de críticos, coleccionistas y aficionados. Por una vez, se ha hecho justicia: Elena Laverón es una artista que ha dejado una marca imborrable en la escultura de nuestro tiempo.

*El escritor peruano escribió este artículo en Lima en 2002. El original íntegro fue publicado en la revista Letras Libres ese mismo año.
 

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