Conviene tener claro el vuelco
estratégico dado en el Maghreb por el substrato étnico
beréber (o amazigh), que asume como propia su identidad
islámica adaptándola a sus usos y costumbres mientras, a la
vez, se rebela a los “padres espirituales” (los árabes) en
nombre de su nueva religión adquirida. El mismo Jawad
Touhami reconoce: “Se ha querido ver en esta revuelta la
manifestación de un antagonismo racial o nacional. Sin
llegar justo allí, es cierto que los Bereberes que
soportaron con impaciencia la autoridad de la lejana
Bizancio no se acomodaron a ésta de Damasco, la capital
Omeya, sobre todo cuando los Califas imitan la opresión
fiscal de los emperadores griegos”. Laroui por su lado,
estima que “La tendencia general de las luchas jariyitas
puede resumirse en dos puntos: rechazo de un estado de
explotación sobre el modelo bizantino e imposibilidad de
construir un contra-Estado sobre la base de un desarrollo
orgánico de las instituciones ya existentes”. Con todo, el
citado Maisara (que sin duda era más que un simple aguador)
antes de caer asesinado por los suyos se proclama en Tánger
“Amir Al Mouminin” (Príncipe de los Creyentes),
introduciendo desde entonces en Marruecos esta distinción
política-religiosa que en varios momentos de su historia
compitió con la figura del califa; de hecho y en el
transcurso de la rebelión, tras la “Batalla de los Nobles”
un segundo encuentro a orillas del Sebú acabó
definitivamente con la autoridad califal en Marruecos.
Reviste especial interés relacionar la revuelta en el
Maghreb con otras disidencias jariyís en el resto del mundo
islámico, sobre todo en Oriente Medio: ¿casualidad fruto del
azar?; ¿resultado de la planificación y una activa
propaganda?. No lo sabemos. Si bien autores como Gautier han
sostenido que los adeptos al jariyismo se encontraban entre
las masas menos urbanizadas del imperio omeya y en el
Maghreb “era zenata, es decir nómada destructor”, al igual
que en la herejía calvinista dentro del cristianismo (con la
que hay más de una semejanza) las ciudades fueron también
importantes focos de rebelión. Si Laroui presenta un punto
de vista árabe, otros autores como G Camps parten de
exposiciones filobereberes rechazando tesis al uso y
esforzándose en buscar un hilo de continuidad desde el
primer siglo antes de la Era Común hasta prácticamente el
siglo IX, durante los que la población amazigh habría ido
sacudiéndose (o adaptándose) la penetración de pueblos
invasores intentando reconstituir los antiguos reinos
bereberes de la época preromana. Terrasse no duda en afirmar
que “(…) el Jariyismo ha decidido la historia política del
Occidente musulmán”, a caballo obviamente (añadamos) de la
población bereber autóctona.
Solo en Marruecos e incluso durante el desarrollo de la
dinastía xerifiana Idrisi en Fez, vieron la luz varios
pequeños reinos no forzosamente jariyíes, pero sí
desvinculados de los califas omeyas y abasíes: desde los
Barguata en la costa atlántica al sur del Sebú, entre Salé y
Azemmour, al emirato del Nekor en la costa rifeña junto a la
actual Alhucemas, el del profeta Hamïm en la zona de Gomara
(¿por Oued Laou?) y, finalmente, el emirato (hasta 931) de
la familia bereber de los Beni Isäm en Ceuta (Blida). En el
resto del Maghreb ven la luz los reinos jariyíes de Tahart,
Tremecén y Sihilmasa.
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