Cuando una familia baja por las escaleras de acceso a la
playa y ve las cruces rojas sobre fondo blanco se siente una
tranquilidad que no tiene precio, sobre todo por los niños.
Después de eso, las cruces rojas quedan relegadas al
subconsciente y nadie se preocupa de ellas hasta que, Dios
no lo quiera, suceda algo extraordinario. Pero las cruces
rojas son los distintivos de unas personas que están
adiestradas para salvar; gente, en la mayoría de los casos,
con un espíritu voluntario que les obliga a matar el
gusanillo de la responsabilidad en un área con arena, mar y
roca; siempre los tres elementos al arbitrio de la
naturaleza. “Cada mañana hay que hacer una inspección del
terreno, ver en qué estado se encuentra la playa, cuál es el
estado del mar”, explica Bilal Mohamed, y, en función de
eso, se prepararan para una jornada de sobresalto o de
pausa.
A continuación, les corresponde izar la bandera: verde,
amarilla o roja, según el temperamento del agua en ese día
concreto. “Cuando colocamos la amarilla advertimos a la
gente de que hay que ser precavido; si ponemos la roja, les
estamos diciendo que no tenemos por qué acudir a un rescate
en caso de que se produzca una anomalía dentro del agua”.
Esas son las reglas del juego, “aunque siempre acudimos al
rescate”, añade Mirfat Ahmed.
Tanto Bilal como Mirfat son los dos voluntarios más
veteranos de la playa de la Ribera, con ocho y cinco años a
la espalda cada uno, haciendo labores de vigilancia cada
verano. En este puesto hay además otras tres personas más en
cada turno. Su situación dentro del recinto de baño es
estratégica. En la torre hay una persona de manera
permanente, con unos anteojos constantemente avizor, por si
existiera cualquier percance. La caseta está vigilada por
otro compañero; dos más hacen la patrulla, que consiste en
recorrer a pie la orilla; mientras otra persona se mantiene
cerca de la torre de vigilancia, pero a ras de suelo.
La jornada de estos jóvenes se incia a las 11.00 horas
oficialmente. Media hora antes, entrar en el agua para hacer
unos largos y entrenar los músculos por precaución y para
mantener el físico. Nunca se sabe. Los trabajos concluyen a
las 19.00 horas, justo cuando finaliza el servicio de playa
y realizan el parte de las incidencias. En la mayoría de las
ocasiones estos partes se rellenan con cuatro datos, pero
otras veces surgen imprevistos. La semana pasada, un
esquizofrénico tuvo en vilo a estos sanitarios de la Cruz
Roja durante todo el día, cuando se precipitó desde la
carretera hasta el foso para llamar la atención y en actitud
revanchista después de que le hubieran llamado la atención
por estar nadando fuera del perímetro delimitado por la red
antimedusas. A las horas, volvió a simular un desmayo en la
playa del Chorrillo. Pero, “desgraciadamente, hay otras
personas que no padecen de esquizofrenia y que también se
tiran hacia el foso cada tarde, o que cruzan a nado desde la
Ribera al Chorrillo, cuando el foso está destinado
únicamente al paso de embarcaciones y, muchas veces pasan a
más velocidad de lo permitida”, advierte Mirfat. “Algún día
pasará algo. Me gustaría recalcar esto, porque las personas
no se dan cuenta de la responsabilidad que tienen al hacer
estas cosas”.
Por el momento, no ha sucedido nada, aunque la caseta de
estos socorristas está perfectamente adecuada para cualquier
intervención que fuera necesaria hacer. Una camilla preside
el habitáculo, al que le rodean todos los apósitos
imprescindibles, desde una manta térmica, capaz de dar calor
y frío, hasta ‘betadine’ u otros elementos que palian
problemas de primera necesidad.
Mirfat dice que este año ha sido muy bajo el número de
picaduras de medusas que se han registrado en el agua,
aunque, por si acaso, siempre hay un espray para aplicar en
caso de que se produzca la tan temida picadura. Las avispas,
por contra, sí han dado más la lata durante estos meses,
pero siempre ha habido un remedio. Para casos mayores la
Cruz Roja dispone de una dotación formada por lanchas, una
en cada bahía, y una ambulancia.
Estos jóvenes son capaces de atender primeros auxilios con
una alta cualificación, gracias a los cursos y la
preparación que poseen. Antes de ingresar en el cuerpo es
preciso pasar por un par de fases. La primera de ellas
consiste en un examen físico y teórico. Para superar el
examen físico, es necesario nadar 200 metros en tres minutos
o hacer 25 metros de escalada. Posteriormente se entra en un
curso preparatorio intensivo, donde se nada más de un
kilómetro al día; se simulan rescates, tanto apoyados en
Dispositivos Flotante de Rescate (DFR y conocido como lata
de rescate) como sin ellos; enseñan a zafarse de una persona
que se engancha al socorrista dentro del agua...
Previamente, se pide obligatoriamente un curso de primeros
auxilios.
Tanto Mirfat como Bilal no eluden la responsabilidad que
conlleva ser socorrista. “Todo lo que pase dentro del agua
es responsabilidad nuestra”, afirma Bilal. “Si sucede algo,
ya sería un juez quien determinara si ha sido una
negligencia por nuestra parte o si ha sido una
irresponsabilidad del bañista”, añade. Ellos dos cobran por
su trabajo, aunque hay otros que solamente funcionan
recibiendo a cambio una dieta, ya que pueden darse de barja
en cualquier momento, no están contratados. Pero esos
contratos, más allá de una remuneración económica, ofrecen
una remuneración sentimental, y es que más allá de un grupo
de trabajo, estos componentes forman una familia. Para
conseguir esta estabilidad es imprescindible que haya un
reparto de tareas y que todos tengan en cuenta cuáles son
las normas incorruptibles. “Nosotros tenemos que estar muy
pendientes de los usuarios de riesgo y tenemos que controlar
que nadie se nos pueda ahogar”, comenta Mirfat, aunque este
colectivo es el más propicio a sufrir algún imprevisto. Se
trata de aquellas personas que entran al agua con ropa, ya
que pueden sufrir algún enredo; de los niños, tengan o no
flotador; de los ancianos y personas con poca movilidad; y,
por último, de las personas que se bañan estando ebrios.
Los niños suponen un grupo de riesgo continuo, ya que a
veces, algún descuido puede provocar que se pierdan. Las
pulseras, un invento traido este año consiguen que los
socorristas puedan dar con los familiares del niño
accidentado lo más pronto posible, si no, existen otros
métodos para encontrar a los padres.
La gran familia de los socorristas acaba trasladándose a
toda la playa. “Hay señores que nos saludan a diarios, niños
que te sonríen cuando les has curado... ver a la misma gente
cada día en la playa supone una satisfacción”, señala Mirfat.
Seguramente, estas alegrías sean la recompensa a la vocación
de estos jóvenes, que se mantienen operativos todo el año,
de cualquier manera. “Al final, tú te haces a la gente y la
gente se hace a ti”, agrega Mirfat. “Tiene sus pros y sus
contras, porque a veces se te hace monótono estar todo el
día en la playa, pero es muy gratificante velar por la
seguridad y el cariño de transmiten las personas.
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