Efectivamente, todas las fuentes
concuerdan (hasta la llegada de la “invasión dura” de
Almorávides y Almohades) en la mayor permisividad religiosa
del ocupante islámico en contraste con el integrismo
visigodo y en una elaborada política de pactos, generosa con
la facción disidente autóctona y abierta con la nobleza
visigoda previo siempre a su sometimiento, bien mediante
tratados (conde Teodomiro, en Murcia) o la conversión al
Islam: conde Casio en el valle del Ebro, del que
posteriormente descendería el famoso clan de los “Banu Qasi”,
La realidad es que, apunta clarividente Angus Macnab, “El
poder espiritual de España había sido socavado en sus raíces
y la derrota del Guadalete fue la consecuencia, no la causa,
de la ruina de la España goda”. O como explica Domínguez
Ortiz: “La conquista de España no se debió tanto al poder de
los vencedores como a la impotencia de los vencidos” aun
cuando, como vimos, Córdoba no se rindió sin lucha, Sevilla
y Mérida resistieron meses tras sus murallas y los restos
del ejército legitimista visigodo, reagrupado, fue batido
definitivamente en Écija (Jaén). En cuanto a la posterior
evolución política del Islam (“español” de Al Andalus
inclusive…), es perfectamente aplicable la presente frase de
Maquiavelo: “La naturaleza de los pueblos es voluble, es
fácil persuadirlos de una cosa, pero es difícil mantenerlos
en la persuasión. Y por esto conviene estar organizado para
que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la
fuerza”. Al fin la marea islámica de los bereberes de Alqama
(acompañados por el obispo “pactista” Don Oppas, prelado de
Sevilla y hermano de Witiza) es contenida por los montañeses
astures liderados por un noble visigodo, Pelayo, en los
Picos de Europa (hacia el 718 según la tradición en
Covadonga, Asturias), más tarde en el Alto Aragón y,
finalmente, frenada por la caballería de Carlos Martel en la
trascendental batalla de Poitiers (Francia, 732), donde son
rechazadas las tropas musulmanas de Abderrahmán al-Gafiqui.
Además, señala I. Rivero, “Pronto surgieron tensiones en el
grupo de la aristocracia árabe, entre los yemeníes y los
qaysíes y de todos ellos contra los bereberes, sublevados en
el 740 por la discriminación en el reparto del botín”.
Las consecuencias de la ocupación de España por el Islam
(desigual en el tiempo a lo largo del territorio peninsular)
son ambivalentes, pues si por un lado durante el periodo
Omeya brilló Al-Andalus con luz propia como referente
cultural de la época y como simbiosis del genio ibérico,
caídos los Reinos de Taifas el fanatismo Almorávide y el
rigorismo Almohade poco tuvieron que envidiar a la oprobiosa
Inquisición cristiana; además, el Islam apartó a España
(para bien y para mal) de su evolución dentro de la sociedad
europea, africanizándola y orientalizándola; incluso el
actual modelo de “Estado de las Autonomías” no es sino un
trasunto de las medievales Taifas, mientras que el
latifundismo andaluz es una desagradable consecuencia
(“efecto colateral” puede decirse) del avance de la
Reconquista cristiana. Finalmente, el recuerdo de Al-Andalus
es el paradigma actual de la reivindicación islamista, tanto
meramente cultural como salafista y yihadista.
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