En más de una ocasión me parece
necesario abordar, conjuntamente, la historia “compartida”
de Marruecos y de España. Esta es una de ellas y por varios
motivos, pues como decía Sánchez Albornoz “… nuestro ayer y
nuestro hoy serían inconcebibles sin la presencia del Islam
en nuestro ayer”. Como advierte García de Cortazar, “La
invasión de la Península por los musulmanes aparece
íntimamente relacionada con la extensión de su poder por el
norte de África (…) Se inserta así la conquista de España
como una fase dentro de la expansión árabe”. Más aun. Para
el reputado historiador, “La guerra santa, como punta de
lanza del avance y aglutinante de la diversidad tribal,
permitía a los primeros califas desahogar la agresividad
doméstica de sus pueblos y asegurarles el sustento con el
botín de la conquista”. En su clásica obra sobre la
“Historia de la España islámica”, W.M. Watt enlaza el
concepto de “yihad” (al menos uno de ellos, genéricamente
significa “esfuerzo”) con los excedentes demográficos: “Así
pues, a medida que aumentaba el número de tribus próximas a
Medina que se convertían al Islam, era necesario dirigir
estas expediciones más y más lejos”. Los profesores J.L.
Martín y U. Abelló inciden: “las victorias de Musa fueron
seguidas de la islamización de las tribus bereberes y su
incorporación al ejército. La conquista de España fe la
salida a esta belicosidad de los nómadas”, idea que remata
el historiador Chejne: “La conquistad de España por los
árabes está íntimamente ligada a la del norte de África
(…)”. Las bases pues de la teocracia profética puestas en
pie por aquél genio político llamado Mahoma se adaptaban,
como un guante, a las necesidades de los habitantes de la
Península Arábiga, que articularon a través de una ideología
religiosa sus expectativas socioeconómicas. Abdallah Laroui
explica la situación a través de una “pulsión religiosa”,
mientras que para Américo Castro “Los musulmanes se
caracterizaban por estar animados y sostenidos por una
creencia religiosa, un fenómeno enteramente nuevo en
Occidente”.
El asalto a la Península no fue tan casual como parece: ya
el rey visigodo Wamba había rechazado un intento de invasión
por las costas sudorientales en el 676: “Hizo frente a los
sarracenos en las playas y los arrojó de nuevo al mar”,
escribe Angus Macnab. En el 709 Tarik debela Tingis
(Tánger), donde según Ibn Khaldún “se instaló con doce mil
bereberes y veintisiete árabes encargados de enseñar a
aquellos neófitos el Corán y la Sharia” (Ley).
Poco después Tariq pone sitio a Ceuta, que resiste tras
recibir refuerzos (M. Artola), aunque la plaza es tomada
mediante un pacto al año siguiente (710), año en el que se
desarrolla otra importante acción: en el mes de julio y en
pleno Ramadán (otra constante táctica en el Islam), un
oficial bereber llamado Tarif explora con un destacamento de
unos quinientos hombres una pequeña isla frente a Tánger, a
la que dará su nombre: Tarifa (Rachel Arié). Más tarde y
transportado por la flotilla de Ceuta, a finales de abril
del 711 Tarik desembarca con un cuerpo de ejército bereber
de siete mil hombres (“y poquísimos árabes”, según el “Ajbar
Machmúa”) a orillas del monte Calpe, que desde entonces y
hasta ahora cambiará de nombre: “Yebel Tarik”, Montaña de
Tarik, Gibraltar…
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