La inquietud con la que los expertos en terrorismo
internacional contemplan al Sahel contrasta sobremanera con
la indiferencia de la opinión pública mundial al encuentro
de la región donde Al Qaeda más ha crecido durante los
últimos años. Esta peligrosidad ha sido – y es – puesta de
manifiesto en sucesivos informes de inteligencia de
diferentes estados. Desde el Foreign Office inglés hasta el
Pentágono norteamericano pasando por el Quai d’Orsay galo,
sólo por citar algunos ejemplos, todos coinciden en señalar
que, hostigados en contextos como Afganistán o Irak, las
huestes de Ben Laden han encontrado aquí, una tierra de
nadie atravesada por el desierto del Sahara y a caballo
entre seis estados, un refugio privilegiado.
Es aquí precisamente, lejos del control estatal y de las
fuerzas militares internacionales, donde los violentos
preparan sus acciones terroristas. De este modo, es en este
no man’s land donde Al Qaida en el Magreb Islámico ha
establecido su retaguardia, sus cuarteles generales y
centros de operaciones, además de sus campos de
entrenamiento para mouyahidines (combatientes) magrebíes. Es
en el Sahel donde se planean buena parte de los ataques a
cometer en los países de la zona, magrebíes principalmente
pero también en la “infiel” y “cruzada” Europa. Por lo que
respecta a la “mano de obra”, los potenciales terroristas
acuden de sitios tan distintos y dispares como los barrios
de chabolas de los suburbios de ciudades como Casablanca,
Tetuán, Argel o Túnez, o las zonas áridas y desiertas más
desfavorecidas del este mauritano o del gran sur libio y
argelino.
El secuestro, el pasado mes de marzo, de dos turistas
austríacos en el sur de Túnez a manos de terroristas
próximos a Al Qaeda y la facilidad con la que, en el plazo
de pocos días, fueron conducidos los reos hasta la región de
Tombuctú, al oeste de Mali, no lejos de Mauritana y a varios
miles de kilómetros de donde fueron raptados, corroboraron
todos los temores. Este hecho, que saltó a la portada de las
informaciones de todo el mundo, dio un importante toque de
atención sobre la peligrosidad de la región saheliana, la
permeabilidad de sus fronteras, la incapacidad de los
poderes en liza para ejercer un poder efectivo de control
sobre el terreno y el hecho de que el Sahel se haya
convertido en el santuario de la organización de Osama Ben
Laden en el norte de África.
En esta franja inhóspita que transcurre a lo largo de media
docena de países, desde Egipto y Sudán hasta el África
occidental, las dunas de arena se mezclan con las montañas
de piedra. Los dispositivos de vigilancia se han mostrado
ineficaces, lo que convirtió al Sahel en escenario de todo
tipo de tráficos ilícitos (drogas, tabaco, productos
falsificados, seres humanos), de episódicas revueltas
tuaregs y, cómo no, de una intensa actividad yihadista. Si
bien existen enfrentamientos puntuales, informes de
inteligencia apuntan a que terroristas, rebeldes y
traficantes trabajan de forma conjunta.
“El objetivo de Al Qaida es hacer del Sahel un nuevo foco
terrorista, la imagen de Pakistán y de Afganistán en los
años ochenta”, destaca Mohamed Benallal, vicepresidente del
Centro de Estudios Estratégicos de Rabat. No es de extrañar,
por tanto, que a la cabeza de este nuevo vivero integrista
se hayan situado antiguos combatientes en Afganistán como
Mokhtar Belmokhtar, alias Abou el Abbas, emir de Al Qaida en
la región Sáhara-Sahel. Oculto en el norte de Mali, sobre
Mokhtar Belmokhtar, condenado dos veces a muerte en Argelia,
pesa una orden de busca y captura.
Conocidos los riesgos, la lucha contra Al Qaeda en este
contexto no se antoja, sin embargo, nada fácil. Entre los
elementos adversos, la complicada orografía, las diferencias
políticas entre estados y las dificultades con las que
Estados Unidos se está encontrando para desplegar su Africom,
una fuerza especial para reforzar la seguridad en la zona.
*David Alvarado es corresponsal en el Magreb y politólogo
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