Agosto, frío en rostro y dureza en
ristre. Con Europa en las entretelas de la galopante crisis
y el europeísmo a flor de piel, resulta que ahora las
entidades crediticias de la zona del euro, es decir,
aquellos países que han adoptado el euro como moneda
oficial, prevén echar cerrojos en la caja y poner lupa en
las operaciones. La medida pasa por endurecer más en el
tercer trimestre del año los estándares de crédito para
empresas y mantener los de préstamos hipotecarios, respecto
al segundo trimestre. La realidad es la que es, más negra
que un tizón de carbón de Laciana, aunque en los interiores
de los muros de nuestro país siga el derroche político, con
un aluvión de puestos de confianza, asesores de imagen a
raudales y altos cargos que se estorban unos a otros. Todo
esto con las consabidas cargas económicas, que no hay
administración que la soporte. Las expectativas económicas
no pueden ser más pésimas. La propuesta constante de los
valores morales fundamentales, como son la honestidad, la
austeridad, la responsabilidad por el bien común, la
solidaridad, el espíritu de sacrificio y la cultura del
trabajo, todo ello tomado como hoja de ruta y labor, seguro
que facilitan la salida de la boca del lobo. Lo que para
nada ayuda a salir de la crisis es la corrupción tan
enquistada en una oportunista y creciente clase política, el
egoísmo personal y la cultura partidista, o el colectivo de
zánganos subvencionados.
Hay más que una crisis de entusiasmo. O una deceleración
como se nos dijo en un principio. El coste de esta
fulminante pura y dura crisis económica que, en nuestro país
se acrecienta por la falta de previsiones y provisiones de
un gobierno que opta por encubrir la evidencia, a mi juicio
con un disimulo vergonzante y con las tragaderas de una
oposición adormecida y enfrascada en sus luchas internas, su
factura ahora no puede repartirse por igual entre todos los
españoles. De la misma manera que no se han repartido los
excedentes en su momento. Habrá que debatir qué partidas
deberán ser aminoradas y cuáles no, inclusive algunas
debieran ser incrementadas, como puede ser la protección a
un desempleo que nos desborda, puesto que nos incrusta una
verdadera calamidad social, siendo una fuente permanente de
angustia para el que la tiene que soportar. Un desempleo que
debilita el poder adquisitivo de familias enteras,
arrinconándolas a la marginalidad, al tener dificultades
para proveer sus necesidades esenciales. De esta situación
nace la espiral del endeudamiento de la que luego será
difícil levantar cabeza, sino es que con prestaciones
sociales. Siempre se ha dicho que es mejor acostarse sin
cenar que levantarse con deudas.
Fomentar el empleo ha de ser algo prioritario para todo
gobierno que se preste. Hablo de un empleo digno, decente.
El trabajo en precario, lo que se ha llamado trabajo “negro”
generador de una economía sumergida, aparte de perjudicar
gravemente la economía de un país, ya que constituye un
rechazo a participar en la vida nacional mediante las
contribuciones sociales y los impuestos; del mismo modo,
pone a los trabajadores, en particular a las mujeres y a los
jóvenes, en una situación incontrolable e inaceptable de
sumisión y servilismo. El trabajo, pues, constitucionalmente
reconocido como derecho y deber, no puede entrar en crisis,
es un elemento esencial para la realización de la persona
como tal. El desempleo, aparte de acomplejar, genera
ociosidad, no infunde ganas de vivir y no permite afrontar
el futuro con altura de miras. Conviene recordar que para
los próximos cuatro años, el partido hoy en el gobierno
proponía alcanzar el pleno empleo y desarrollar y consolidar
la política social propia del Estado del bienestar más
avanzado. Una situación de crisis no puede trastocar los
buenos propósitos. Siempre hay una solución que ha de
buscarse. Una reorganización y una mejor repartición del
trabajo, sin olvidar la distribución necesaria de los
recursos entre quienes no tienen empleo, ha de ser tarea de
trabajo entre fuerzas políticas, empresariales y sociales.
El entusiasmo por la búsqueda de empleo creo que no está en
crisis. Lo que pasa es que, tanto las empresas como las
entidades crediticias, no se fían de los vientos que
arrecian y huyen del riesgo como gato del fuego, por mucha
declaración que se haya firmado para el impulso de la
economía, el empleo, la competitividad y el progreso social.
Además, eso de cargar con la culpa de la situación actual a
la crisis financiera internacional, a la subida del precio
del petróleo y al encarecimiento de los alimentos y las
materias primas, no me parece una postura convincente, y
máxime cuando se ha alardeado de una economía sólida y
fortalecida como nunca.
De la noche a la mañana no se puede venir abajo una economía
que se dice fuerte y competitiva. Unido al derroche político
se ha visto también que la riqueza producida queda a menudo
en pocas manos. La actual crisis lo que pone en tela de
juicio son las estructuras y los mecanismos financieros,
monetarios, productivos y comerciales que, apoyados más en
programas políticos que en propuestas consensuadas, son
incapaces de poner orden a injustas situaciones y de
enfrentarse a situaciones difíciles sin que paguen los
platos rotos siempre los mismos, los de menos poder
adquisitivo. ¿Qué economía social es ésta que deja a la
deriva a los más débiles? ¿No convendría quizá revisar el
mismo modelo económico que produce y favorece situaciones de
injusticia social? Menos mal que la vicepresidenta de la
Vega nos ha dejado tranquilos con su advertencia: “Zapatero
trabaja y toma decisiones para mejorar la vida de la gente”.
Dicho queda, más de uno habíamos perdido la esperanza. Y no
es por una simple crisis de entusiasmo, insisto, es porque
cada día que el desempleo entra en una casa, nadie conoce a
nadie, y, a veces, hasta el amor se escapa por la ventana.
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