Bizancio logra por un tiempo volver al espacio estratégico
del “Mare Nostrum”, aunque la toma temporal de Ceuta (Septom
para los bizantinos) no dejó de ser un intento más en la
“fallida reintegración mediterránea” según feliz expresión
de García de Cortazar, muy precaria, puesto que en el
Maghreb una desgastadora guerra de guerrillas, consustancial
al irredento espíritu bereber, obligaba al ejército imperial
a mantenerse atrincherado en sus plazas fuertes. A lo largo
de los siglos que vienen el Mediterráneo se fracciona
políticamente: a) Desde Constantinopla, Bizancio sostiene su
área de influencia, cada vez más amenazada: en 535 ocupa el
litoral norteafricano, bate a los ostrogodos en Italia (553)
y pacta un año más tarde (554) con una fracción visigoda del
sur de España… como en el 711 hará Tarik al frente de sus
bereberes islamizados; b) Un pueblo de estirpe germánica,
los visigodos (antiguos federados a Roma), desgajan la
península Ibérica del control imperial formando el Reino
Visigodo de España, hasta sucumbir más tarde a la conquista
musulmana; c) En el profundo Oriente y desde el corazón de
los desiertos arábigos, nace en las postrimerías del siglo
VII de la mano de un iluminado Profeta un pujante imperio
que aúna, como pocos, política y religión, lanzándose a la
conquista del mundo empuñando firmemente en sus manos un
libro sagrado (El Corán) y la espada.
En este apasionante vuelco histórico (del que actualmente
estamos viviendo una segunda fase) el Estrecho de Gibraltar
ocupa una posición hegemónica y central. Me atrevería a
escribir que el punto gravitatorio de la historia,
compartida y entrelazada, entre España y Marruecos no ha
estado nunca en sus centros políticos (Toledo/Madrid versus
Marrakech/Mekinés/Rabat) sino en el Estrecho, vertiente y
“puente” donde siempre han confluido (ahora mismo vuelven a
hacerlo, después de un paréntesis de hegemonía hispana) las
agitadas aguas de su común devenir histórico.
En el 552 y tras la rebelión de la católica Bética,
Justiniano acude en su auxilio quedando la Península
escindida en tres soberanías: sueva en el cuadrante
noroeste, bizantina al sur y levante y visigoda en el resto.
Los bizantinos son expulsados definitivamente hacia el 620.
En la otra orilla, la flota visigoda corta las
comunicaciones marítimas bizantinas, estableciendo
guarniciones en enclaves como Ceuta y Rusadir (Melilla,
Sisebuto fortifica en el 614 el puerto), además de Targa
(junto a Oued Laou) y el Peñón de Vélez de la Gomera. En
este convulso periodo Ceuta cambia varias veces de mano,
acabando en manos del Reino visigodo de Toledo hasta ser
sometida por los bereberes islamizados (árabes había pocos)
tras la debacle del 711. Algunos autores sostienen la
existencia en Ceuta de una guarnición mixta
visigodo-vándala, mientras que Isidoro de Sevilla ve la
anexión visigoda de Ceuta y de Tánger como una “reconquista”
(Septem Fratres y Tingis). En todo caso y con gran visión
estratégica pese a su debilidad política interna (“Primum
inter pares”: monarquía electa y no hereditaria), los
visigodos articulan en el Estrecho un “limes” defensivo
hasta que éste, por un combinado de circunstancias exógenas
y endógenas, salta por los aires tras la invasión árabo-bereber
bajo la bandera del Islam.
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