Es la hora del deporte. Nada de
política. Me parece estupendo. El significativo
acontecimiento deportivo de unos Juegos Olímpicos lleva
consigo otra altura de miras. Para empezar, es la ocasión
propicia para el encuentro entre naciones y para promover el
entendimiento. Todo ello, con la deportividad de saber
perder y ganar. Un estilo que, sin duda, contribuirá a que
se aviven ideales de convivencia, comprensión y amistad, tan
necesarios para el mundo de hoy. ¿Cómo no admitir cuán
necesarias son unas olimpiadas en nuestros días, en los que
la humanidad está marcada por muchas tensiones y anhela
construir un futuro más sosegado? En el deporte podemos (y
debemos) hallar las claves.
Más allá del rostro del deportista, de su buena forma
física, hay también un fondo en la práctica del deporte que
ha de verse (y vivirse) en unos Juegos Olímpicos. El
lenguaje del deporte es universalista y universalizador,
comprensible a todas las lenguas, armónico en el respeto a
las reglas. El deporte, a la vez que favorece el vigor
físico y templa el carácter, ilusiona y hace equipo,
entusiasma y hace familia. Debe hacerlo.
Por ello, jamás debe mezclarse con intereses mezquinos. El
deporte es el deporte. Y le sobra todo lo demás. Discernir
es lo saludable. Junto a un deporte que ayuda al ser humano
a ser más humano, hay otro que no es, porque lo deshumaniza.
Junto a un deporte que exalta el cuerpo y el alma del
deportista, hay otro que lo mortifica y lo traiciona. Junto
a un deporte que persigue ideales nobles, hay otro que busca
sólo el negocio. Junto a un deporte que une, en suma, hay
otro que divorcia.
De los Juegos Olímpicos ha de extraerse una lección
pedagógica para el mundo. La vida misma es deporte pero
también deportividad. Cada día es una pequeña competición.
Vivir (y dejar vivir) es el deporte mejor que se ha
inventado. Por ello, hace falta un deporte que tutele a los
débiles del mundo y no excluya a nadie, libere a los jóvenes
del riesgo de la apatía y de la indiferencia, y suscite en
ellos un sano espíritu de competir sin tener que apuñalar a
nadie.
Las olimpiadas, en definitiva, han de poner al deporte en el
lugar que es, en lo que significa, tolerancia y
compañerismo.
Hace falta trasladar a todo el orbe mundial la estampa de un
deporte que contribuya a hacer que se ame la vida y que
eduque al sacrificio, así como la voz respetuosa y
responsable de los auténticos deportistas.
El partido de la vida es tan corto y el oficio de vivir a
veces es tan pesado, por las zancadillas entre humanos, que
cultivar (o cultivarse) en el deporte, es una buena manera
de decir que soy (el que soy) y de hacerse valer en el
terreno de la existencia.
La tierra puso el campo y ningún jugador sobra. Todos somos
necesarios. Nadie puede quedar fuera de juego. Esa es la
cuestión. Coexistimos en un equipo, el de la familia humana.
La enseñanza de los Juegos Olímpicos ha de ser una excelente
instrucción.
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