Como vimos ayer el Cristianismo,
que ya en el siglo II había sufrido las crisis de la Gnosis,
de Marción y de Montano, contaminado desde entonces por el
poder se desgarra en cismas: en el 311 y partiendo de
Cartago, el obispo Donato crea en tierras africanas una
doctrina cismática, rigorista y puritana, según la cual solo
eran válidos los sacramentos administrados por un justo,
rechazando a los pecadores y rebautizando a los suyos, que
se extiende durante siglo y medio. Esta base ideológica
alimentó en la Edad Media la doctrina cátara en Francia y,
probablemente, inspiró más tarde en el Maghreb al jariyismo
insurgente, la tercera corriente del Islam. Hacia finales
del s. IV el donatismo había calado en el 50% de los
cristianos de África del Norte, en los que también prendió
la herejía Arriana (condenada en el 325 en el Concilio de
Nicea), que negaba (como después el Islam) los atributos
divinos de Jesucristo (“ni Dios, ni Hijo de Dios”) y que se
extendió, también, en algunos pueblos bárbaros como los
visigodos y los vándalos, establecidos tras su conquista en
Hispania y África del Norte. ¿Prepararon el terreno estos
movimientos cismáticos para la posterior expansión del
Islam?. Yo creo que sí. En cualquier caso, el Imperio Romano
de Occidente perdura hasta el 476, desangrándose acosado en
el “limes” por la desbordante presión migratoria de pueblos
jóvenes, sobre los que inciden una combinación de factores
causales: cambios climáticos desfavorables, incremento
demográfico y una organización socioideológica que favorece
el afán de conquista.
La decadente Roma reacciona con medidas políticas
apaciguadoras (¿“Diálogo de Culturas”?) que intentan aliviar
la presión en sus fronteras, dejándolos primero instalarse
en las mismas como “federados” (aliados) para, en el siglo
V, permitir su asentamiento en suelo romano. Pero éstos,
insuflados por su talante conquistador y ante la comprobada
debilidad del Imperio asumen primero el control del mismo y,
después de ajustes territoriales y políticos, se desmiembran
en Reinos. Tal fue el caso de los visigodos en Hispania y de
los vándalos en el norte de África; éstos, empujados por los
godos acaban uniéndose a suevos y alanos cruzando en el 406
la frontera Renana (que Estilicón había desguarnecido de
legiones para cortar el paso a los visigodos de Alarico),
atravesando la Galia y llegando a Hispania hacia el 409,
desbordándose por la Península en los dos años siguientes;
dada la anarquía general, devastan la Bética, arruinan
“villae” y explotaciones agrícolas saqueando, incluso,
ciudades amuralladas como Cartagena y Sevilla. De Hispania
son expulsados por fuerzas combinadas hispanoromanas y
visigodas, saltando entonces el Estrecho “atraídos por el
trigo y el aceite de África del Norte” (A. Georger).
Aunque pueblo de tierra adentro, liderados por Genserico la
escuadra vándala controla las aguas entre las Baleares y el
Estrecho, sometiendo a un cerco naval a la Mauritania
Tingitana que es aislada y razziada: Alcasarseguer es
abandonada y Tánger destruida, mientras que Ceuta se respeta
para reconvertirla en base militar y fondeadero para la
flota desde donde, como veremos mañana, los vándalos (en un
movimiento estratégico a la inversa del 711) se apoyan para
atravesar el Estrecho y penetrar en África.
|