De todo el Maghreb, el Reino de
Marruecos es uno de los cinco estados con mayor base
histórica y una articulación política más definida, aspectos
que a priori le confieren mayor solidez y más dosis de
estabilidad social que al resto de este conjunto de países:
Argelia, Túnez, Libia y Mauritania. Por lo demás y a
diferencia de estos últimos (en Mauritania la razón fue
geográfica), Marruecos nunca estuvo sometido a su hermano en
religión, el poderoso y expansionista Imperio Otomano. Tres
son a grandes rasgos los pilares sociohistóricos (“Driving
forces” dirían los anglófonos) que vertebraron el “Ser” de
Marruecos: la ocupación romana primero y la árabo-islámica
después, seguida finalmente del colonialismo hispano-francés
amparado en la legislación internacional al uso por la
Conferencia de Algeciras (1906), auténtico artífice éste
último como veremos en su momento del actual Estado marroquí
surgido tras la Independencia (1956) sobre las huellas de
Mulay Ismail: “Allah, Al Watan, Al Malik” (Dios, Patria y
Rey).
Por lo demás, las relaciones con España han sido agitadas y
profundas pudiendo hablar sin ruborizarnos de una auténtica
“historia compartida”, aunque no común como suele decirse en
ciertos discursos, pese a lo cual ambos países vecinos
siguen manteniendo un desconocimiento mutuo, lastrado por si
fuera poco por la mitología fundacional tan querida en una y
otra orilla. Auténtico dislate cuando por nuestra “obligada”
vecindad -podremos cambiar muchas cosas, pero nunca la
geografía- estamos no solo “obligados a entendernos”, sino
que es imposible explicar la historia de los dos países sin
tener como referente al “otro”. En el “tempun” histórico dos
han sido los momentos en que ambos países, o al menos parte
de ellos, conformaron una misma unidad política: durante la
Antigüedad y bajo dominio romano (tras el 42 antes de la E.C.)
el Norte de África se dividió en dos provincias, una de
ellas relacionada administrativamente bajo Diocleciano con
la Hispania peninsular: la Mauritania Tingitana, con capital
en Tingis (Tánger). Y durante la Edad Media, en la que por
el contrario fue la dinámica africana la que se proyectó en
gran parte de la Península (Al-Andalus) durante los imperios
Almorávide (1055-1144) y Almohade (1130-1269), aunque el
litoral norte del actual Marruecos fue administrado desde
Córdoba bajo los Omeyas y, más tarde, por los Reinos de
Taifas y la dinastía Nazarí. Por no hablar de la fundación
de Tetuán por el caballero granadino Al Mandari, la acogida
de la población andalusí (musulmana y judía) tras 1492, el
flujo morisco (ahí queda la República corsaria de Salé)
hasta el siglo XVIII, la breve ocupación de Tetuán en 1860 y
luego, durante la primera mitad del siglo XX, los cruciales
e intensos años del Protectorado, decisivos por diferentes
motivos para el devenir de ambos países.
Bien mirado, a la mitad de la población marroquí poco le
costaría parecer española y, viceversa, una gran parte de
los españoles vestidos con chilaba bien pudieran pasar por
marroquíes. La genética no engaña y un común substrato
ibero-bereber (alentado después sucesivamente por los
hombres de Tariq, los almorávides y los almohades) fluye por
nuestras venas hispanas, devuelto en parte a Marruecos tras
1492 con la diáspora mora y hebrea.
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