Si en España sectores no
necesariamente ultramontanos recordaron (razones no faltan)
a mediados de este mes la trascendental batalla de las Navas
de Tolosa (1212), en la que una coalición de reinos
peninsulares quebraron el espinazo del imperio almohade
frenando en seco su expansión (de ahí la inclusión de las
cadenas en los escudos de Navarra y España), en Marruecos
partidos ultranacionalistas como el Istiqlal siguen
celebrando la batalla de los Tres Reyes (Oued Al Makhzén, 4
de agosto de 1578), a orillas de un afluente del Lucus en
las cercanías de Alcazarquivir, que no es exactamente el
reverso de las Navas. Si bien detuvo la expansión
hispano-portuguesa (tras ella los lusos evacuaron la cercana
Alcasarseguer), sirvió para cohesionar el imperio xerifiano
en larvada guerra civil y, sobre todo, alejo el peligro de
una invasión turca pues, pese a la toma de Fez, Marruecos
fue el único país del Magreb en mantenerse independiente de
sus hermanos ideológicos, el voraz Imperio Otomano al que la
católica España plantó cara en Lepanto y contuvo en el
Mediterráneo Occidental, pese a la interesada traición de
otra potencia católica: Francia.
Valga este largo introito para apuntar, en la historia de
todo país, la existencia de unos mitos fundacionales que
suelen cimentar chauvinismos de todo tipo, así como ofuscar
las mentes dejándolas prestas a manipulaciones jingoístas.
Nada hay más peligroso que las verdades a medias. Este año,
el vecino país está celebrando la fundación de Fez y, por
tanto, retrotrayendo los orígenes de Marruecos a la dinastía
Idrisi; muy bien pero, ¿cuáles eran las fronteras de este
reino…?. Porque no hay ni una palabra, no ya a la fértil
aportación judía al patrimonio cultural fassi, sino que se
obvian interesadamente la existencia coetánea del emirato
del Nekor en el Rif, al este de Alhucemas y la curiosa
simbiosis religiosa del reino de los Barguata contra el que
nada pudo Idris II, sito en las planicies atlánticas entre
Salé y Azemmour y debelado por los almorávides en 1148. Más
todavía: a partir del siglo X de la Era Común, la dinastía
shiíta Idrisi (venida de Oriente) tuvo que enfrentarse a
otra insurgencia autóctona, la de los Lgmara, alzados en
armas contra “el esclavismo de los Idrisís”. La palabra
Marruecos deriva de Marrakech, la capital de la dinastía
almorávide venida del Sáhara y el Senegal, asumida más tarde
por el imperio almohade, fundado en las montañas del Atlas
por el fundamentalista Ibn Toumert: dos dinastías bereberes
netamente marroquíes y bajo los cuales el país alcanzó su
mayor expansión territorial, “el imperio de las dos
orillas”, desde la mítica Tombuctú a orillas del Níger hasta
el Tajo y Cataluña, Baleares incluídas y, en el Maghreb,
hasta Argel. Eso sí, las Canarias nunca fueron alcanzadas si
bien figuran en el imaginario amazigh. Así pues, ¿cuáles
serían exactamente las fronteras de Marruecos reclamadas al
grito de la “unidad territorial”…? Porque, si hablamos de
Ceuta y Melilla, tan solo estuvieron bajo control de una
dinastía marroquí durante ciento sesenta años. Desde la
cosmovisión islámica, es otra cosa.
Sin recurrir a la España Trasfretana, el norte de Marruecos
fue incorporado a la Hispania romana por Diocleciano y más
tarde formó parte de Al Andalus, con la dinastía Omeya. A la
Historia de Marruecos se dedicará, esta columna, todo el mes
de agosto.
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