Nuestro trabajo se estructura en el estudio de tres fases
grandes temporales en la evolución del yihadismo en Europa:
a) Europa retaguardia estratégica (años 80 y principios de
los 90); b) Europa envuelta en el yihadismo global (desde la
segunda mitad de los 90 hasta los atentados del 11 de
septiembre); y c) Afianzamiento y extensión del yihadismo
global descentralizado en el interior de Europa (desde
septiembre de 2001 hasta la actualidad). Más allá de la mera
concatenación temporal de noticias sobre detenciones y e
intentos (en su mayoría frustrados) de ejecutar acciones
terroristas en Europa, lo que hemos procurado ha sido
establecer un orden analítico en la secuencia de
acontecimientos. No es posible fijar un límite temporal
preciso entre unas y otras, pero a grandes rasgos esas fases
serían las siguientes:
1. Primera fase: Europa retaguardia estratégica (años 80 y
principios de los 90).
El comienzo de esta primera etapa se puede situar de manera
aproximada en la década de 1980. Aunque con anterioridad ya
residían en Europa individuos relacionados con el islamismo
radical, fue en las dos últimas décadas del siglo cuando se
establecieron permanentemente, y comenzaron a actuar, redes
compuestas por personas afines al salafismo yihadista. Es
decir, a una versión de la corriente salafista que entiende
la lucha armada como un instrumento necesario para
defenderse de y derrotar a los enemigos del islam.
La categoría de enemigo es variable según la tendencia
yihadista. Habitualmente se refiere a los gobernantes de los
países de mayoría musulmana que no cumplen con la supuesta
obligación de crear regímenes islámicos y que además
persiguen a los movimientos islamistas con aspiraciones
políticas. También suele incluir a los judíos y al Estado de
Israel, así como a los gobiernos occidentales que sostienen
tanto a los israelíes como a esos gobiernos árabes que los
yihadistas consideran falsos musulmanes. Entre los países
occidentales destaca Estados Unidos.
La animosidad yihadista contra USA tiene su origen en la
tradicional alianza de Washington con Israel, y se ha
acrecentado conforme la política norteamericana se ha
implicado más y más en los asuntos de Oriente Medio. Pero
junto a Estados Unidos, otras grandes potencias como Rusia,
laIndia o China son percibidas como enemigas del islam, y lo
mismo puede decirse de los gobiernos europeos aliados de
Washington. En las versiones más radicales del salafismo
yihadista, la hostilidad no se dirige sólo contra los
responsables políticos y fuerzas de seguridad
contempladoscomo adversarios, sino que se amplía al conjunto
de la sociedad que sostiene y elige democráticamente a esos
gobiernos. En los casos más extremos (el yihadismo takfirí),
también se anatematiza a la población musulmana que no apoya
la causa yihadista, incluidos los ancianos, mujeres y niños
(Makarenko, 2001).
A pesar de alejarnos parcialmente del tema, esta aclaración
conceptual resulta oportuna porque las redes que se
asentaron en Europa a partir de los años 80 se han
diferenciado entre sí en función de la estrategia que han
perseguido. Estrategia que ha venido marcada tanto por sus
postulados doctrinales -y por la identificación de
enemigos-, como por el pragmatismo. Al mismo tiempo, a lo
largo de estos años también se ha podido constatar una
evolución en los planteamientos ideológicos del yihadismo en
Europa en lo referente a quiénes son los principales
adversarios y cómo deben ser combatidos.
En un primer momento las redes yihadistas que se
establecieron en Europa Occidental se caracterizaban por
tener una agenda nacional y, en consecuencia, por situar en
la cabecera de la lista de enemigos a los gobiernos de sus
países de origen. El objetivo a largo plazo de esas redes
consistía por tanto en luchar por el derrocamiento de dichos
gobiernos (Egipto, Siria, Jordania, Arabia Saudí, Yemen,
Marruecos, Túnez, Libia, Argelia, etc) y la instauración en
su lugar de regímenes acordes con la doctrina salafista que
profesaban. Para esas redes Europa constituía una zona de
refugio y una retaguardia estratégica desde la que
desarrollar actividades de apoyo a la insurrección armada en
sus países de origen (Paz, 2002).
En la mayor parte de los casos los grupos yihadistas eran
inicialmente muy exiguos tanto en recursos como en número de
miembros. Se trataba de redes minoritarias vinculadas a los
grupos egipcios al-Yama’a al-Islamiyya, Tanzim Yihad o
Takfir Wal Hijra, a grupúsculos yihadistas procedentes de
Marruecos, Túnez o Libia; a la rama armada de los Hermanos
Musulmanes en Siria y Jordania, y – a partir de la década de
los noventa- al Grupo Islámico Armado y al Ejército Islámico
de Salvación que combatían en Argelia. Habitualmente los
líderes y la mayor parte de los miembros de esas redes se
encontraban en la cárcel o actuando en la clandestinidad en
sus países de origen, o se hallaban exiliados en Pakistán y
Afganistán o en los países del Golfo. Sin embargo, y a pesar
de su escasa entidad, en aquellos primeros años las redes
yihadistas gozaban de una visibilidad relativamente mayor a
la actual entre las comunidades musulmanas inmigradas,
especialmente aquellas redes que se dedicaban a tareas de
propaganda, recaudación de fondos y reclutamiento (Kepel,
1995: 302-309; Avilés, 2002; Guendouz, 2002).
Por aquel entonces, la aparición de grupos radicales que
apoyaban directamente la yihad se solapaba con la
implantación previa de líderes y movimientos islamistas que
en muchos casos abogaban por causas similares, aunque a
menudo por la vía pacífica de la predicación y el activismo
social y político. La presencia de algunos de ellos se
remontaba a varias décadas antes.
No obstante, no siempre resultaba fácil distinguir la
frontera entre quienes abogaban preferentemente por la vía
pacífica y quienes concedían mayor importancia al uso de la
fuerza. La mayor parte de esos grupos ejercían la oposición
política a los regímenes dictatoriales de sus países de
origen y en consecuencia eran perseguidos y calificados en
algunos casos como terroristas. Así sucedía por ejemplo con
el movimiento tunecino Ennahda, liderado por el Sheij Rachid
Al-Ghannouchi. Ghannouchi consiguió asilo político en el
Reino Unido en 1993 a pesar de haber sido condenado a muerte
en ausencia en Túnez por presunta relación con el terrorismo
(Echeverría, 2004). Otros casos similares eran los del saudí
Saad al-Fagih (líder del Movimiento para la Reforma Islámica
en Arabia, prohibido en Reino Unido después del 11 de
septiembre), el kurdo Mullah Krekar (fundador de Ansar Al
Islam, residente en Noruega desde 1991 y condenado por
terrorismo en Jordania), o el argelino Rabah Kebir, líder
del FIS en el exilio, refugiado en Alemania desde 1992. Pese
a las sospechas que se cernían sobre ellos, estas personas
solían usar un discurso moderado cuando se dirigían a los
medios de comunicación europeos. El enemigo no era Europa
sino los regímenes autoritarios de sus países de origen. En
una entrevista publicada en Liberation en febrero de 1993,
Kebir culpaba del inicio de la lucha armada en Argelia a la
dictadura militar y afirmaba que en esas circunstancias a
ellos (a los islamistas) no les había quedado otra
alternativa que la violencia recíproca.
Por tanto, en los años 80 y primera mitad de los 90, las
redes yihadistas asentadas en Europa no era percibidas como
una amenaza directa contra la seguridad de los países que
las acogían; y en realidad no lo eran todavía, ya que la
lista de enemigos de esos grupos estaba encabezada por los
gobiernos de sus respectivos países de origen, mientras que
el resto quedaban relegados a una posición muy secundaria.
El giro contra el “enemigo de lejos” (Estados Unidos y sus
aliados) se produjo a mitad de la década de los 90, durante
la estancia de la cúpula de Al-Qaida en Sudán (1992-1996).
Fue entonces cuando se llegó al convencimiento de que la
derrota de Occidente era un requisito previo al
reestablecimiento del califato en el mundo musulmán (Sageman,
2004: 44).
Hasta ese cambio de estrategia los yihadistas se habían
limitado a criticar a Estados Unidos y Europa por el
silencio que guardaban ante los abusos que cometían los
regímenes árabes y por el apoyo que prestaban a Israel. Sólo
se habían atrevido a cometer acciones terroristas fuera de
territorio europeo contra fuerzas norteamericanas y
francesas en el Líbano en 1982 y contra ciudadanos
occidentales en Egipto y Argelia. Esos episodios armados
fueron valorados como un modo de evitar la injerencia
occidental o como una forma de hundir económicamente a los
regímenes de esos países. No parecía que el yihadismo fuera
a declarar la guerra a Occidente ni a llevar la destrucción
a su territorio.
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