No es la primera vez que me ocupo
de una de las cumbres del pensamiento islámico andalusí,
cuyo discurso racionalista inspiró al judío Maimónides
(cordobés como él) y al teólogo cristiano Tomás de Aquino.
Averroes fue considerado casi un “librepensador” para E.
Renán, quien lo “redescubrió” en 1852, siguiendo luego sus
pasos Asín Palacios y Gauthier. El lector interesado puede
bucear en la obra de Dominique Urvoy, “Averroes: las
ambiciones de un intelectual musulmán”, editada por Alianza
Editorial en 1998, libro de síntesis en cuyas 276 páginas se
resumen la vida y la obra de éste filósofo y médico
hispano-musulmán, nacido en Córdoba (1126) y muerto en
Marrakech (1198), padre espiritual de la “falsafa” cuyo
término “no hacía más que retomar, arabizándolo, el nombre
griego de philosophia” (pág. 10). Traductor al árabe de la
obra de Aristóteles por encargo del califa almohade Abu
Yacub Yusuf, fue recompensado siendo nombrado caíd en
Sevilla y Córdoba antes de caer en desgracia bajo el
rigorismo islamista, cuyo dogmatismo teológico decidió
arrinconar el fecundo intento de síntesis de la filosofía
greco-árabe abordado por Ibn Rusd. Acusado de heterodoxia e
incluso de ateísmo, fue desterrado durante dos años a Lucena
y luego a Marruecos poco antes de morir, mientras veía sus
obras pasto de las llamas por orden de la Inquisición
almohade. Posteriormente sus restos fueron devueltos a la
Córdoba, “lejana y sola” (Lorca dixit) que le vio nacer,
mientras su fecunda y sugerente obra logró salvarse gracias
a ser traducida al hebreo y al latín, algo a tener en cuenta
cuando ahora tanto se jalea el controvertido paradigma de la
“tolerancia islámica”. Averroes, cumbre del pensamiento
musulmán, es en definitiva conocido hoy gracias a las
culturas judía y cristiana, tomen nota islamistas y
“witizianos” que, en teoría, dicen defender el pluralismo y
la convivencia. Ya.
El profesor Miguel Cruz Hernández, en su trilogía sobre la
“Historia del Pensamiento en el Mundo Islámico” (Vol. 2,
páginas 503 y 504. Alianza Editorial, Madrid 1996), escribe:
“El cadí cordobés representó la cima del aristotelismo
medieval”, su forma de pensar “habría clausurado la
filosofía en el mundo islámico, víctima del fanatismo
intolerante de los ulemas y alfaquíes; no en vano Averroes
padeció condena, destierro y vio anatomizados sus
escritos…”. Para el teólogo suizo Hans Küng, Ibn Rusd
“separa revelación y filosofía con el fin de eliminar así la
contradicción entre ambas” (“El Islam, Historia, Presente y
Futuro”, página 420. Editorial Trotta, Madrid 2006).
Averroes, cumbre del pensamiento islámico racionalista y
cuyo nombre lleva una mezquita de Ceuta, significó en su
tiempo justo lo contrario de la intolerancia y el fanatismo
que llegó a sufrir en sus carnes: sus obras, quemadas por la
Inquisición islamista almohade en 1195, pasaron al acervo
cultural común gracias -repito- a su traducción al hebreo y
al latín. Hoy mismo y no lejos, parecidas versiones de la
sinrazón, el dogma vacuo y el fanatismo pugnan, otra vez,
por brotar cercenando la libertad y el pensamiento; Averroes
es pluralismo y convivencia y no, bien al contrario, otras
corrientes islamistas, maestras de la “taquiya”, emboscadas
al amparo de una respetable mezquita. Ibn Rusd, Averroes,
estará hoy y mañana revolcándose, de impotencia y asco, en
su tumba.
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