Cuando yo era niño, hace ya un
chaparrón de años, bañarse antes de la salida de la Virgen
del Carmen en procesión era pecado. Claro que en aquel
tiempo, menos morirse de hambre los niños, mientras los
ricos del régimen daban fiestas opulentas frente por frente
a las casas donde el raquitismo sentaba sus reales entre la
chiquillería, todo era pecado.
En aquellos terribles años de posguerra, en que todo era de
un gris tirando a ala de mosca tísica, eran los niños
quienes sufrían las peores consecuencias de una vida hecha a
la medida para despertar conciencias de quienes
despilfarraban en lujos y hacían ostentaciones victoriosas
de nuevos ricos. Pero éstos, salvo casos excepcionales,
apenas se inmutaban ante los menores que iban desfalleciendo
al compás de risotadas y borracheras atiborradas de
imbecilidad.
Es lo que se me viene a la memoria cuando le oigo decir a
Daniel Barenboim que “tenemos que despertar la
conciencia del mundo al sufrimiento y la matanza de niños”
(en realidad, el sufrimiento de los niños forma parte de un
juego canallesco en el que nunca dejarán de ser los
perdedores), durante el acto en que le fue entregado el
Premio Convivencia.
Acto que pude ver por medio de Radio Televisión Ceuta, a
partir de que ya hubiera hablado Mabel Deu, como
presidenta de la Fundación del reseñado premio. De modo que
me quedé sin poder oír las palabras de una mujer que llena
el escenario que pisa y cuya sonrisa terminará por ser, si
no lo es ya, la sonrisa de un Gobierno que viene cuidando
mucho las relaciones con personajes que tienen tirón mundial
por lo que son y por cómo lo representan.
En la sonrisa de la señora Deu creo yo atisbar un punto de
amargura controlada que se suele acrecentar, sin que por
ello pierda su encanto, cada vez que la palabra niño sale a
relucir para pedir que se les procure protección a cuantos
son maltratados en cualesquiera sentido. De ahí que a MD se
le viera contenta compartiendo el momento dedicado a una
celebridad de la música y a un hombre que, aprovechando su
fama, se ha entregado a una causa justa y noble: la busca de
la paz entre pueblos enfrentados y, sobre todo, salvaguardar
la existencia de los menores.
Tarea compleja la emprendida por Barenboim, sin duda. Pero
que debe ser premiada, cuantas veces sean necesarias, a
medida que este argentino de nacimiento, con pasaporte de
Israel, de Palestina y de España, consiga con su
proselitismo ir ganando adeptos poderosos para su causa.
Porque sin la mediación de los poderosos, ya me contarán
ustedes cómo será posible que los niños no sigan muriendo de
hambre y siendo víctimas de la belicosidad de los pueblos
que se odian. Por más que ya no sea pecado bañarse antes de
la salida en procesión de la Virgen del Carmen.
Me gustó el discurso del premiado. Discurso más que
aprendido y que le quedó superior usándolo por la vía de la
improvisación. Y de todo lo dicho por el gran pianista y
consagrado director de orquesta, Barenboim, me agradó que
supiera explicar perfectamente que tolerar y convivir son
dos palabras tan distantes como para que la primera deba ser
despojada de todo su valor cuando se trate de resaltar las
relaciones entre comunidades distintas. Desentonó el
barroquismo del Salón del Trono, una vez más.
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