Que las nuevas generaciones
rechacen la violencia es una buena noticia. Un estudio
reciente sobre convivencia escolar realizado por el
Observatorio Estatal del Ministerio de Educación, en el que
están representadas todas las Comunidades Autónomas, dice
que “el 80,2% interviene para detener situaciones violentas
o cree que debería hacerlo. Sin embargo, un 3,8% de
estudiantes ha sufrido a menudo o muchas veces acoso en los
dos últimos meses, y un 2,4% ha sido acosador”. La ministra
ha refrendado el dato con un oportuno sermón para el
momento. Ha dicho lo políticamente correcto. Que tenemos que
desterrar este tipo de conductas antisociales de nuestro
sistema educativo y que la sociedad al completo debe tener
tolerancia cero con los jóvenes acosadores. Perfecto.
La sociedad tiene que tener tolerancia cero para toda
agresividad. De acuerdo, pero lo que no se pueden mantener
son planes educativos que son un fracaso total y que, en vez
de motivar, desganan al docente, aburren al alumnado,
preocupan a los padres que ven a sus hijos que la formación
integral brilla por su ausencia. ¿Qué plan curricular es
aquel que no enseña a pensar cómo resolver conflictos
sociales? Considero, pues, que hace falta propiciar
consensos educativos a nivel de Estado. Con la educación no
se hace política y muchos menos se improvisa. Hay que sumar
fuerzas, sobre todo para adaptar la educación a la
diversidad, incluyendo en el currículum contenidos
específicos relacionados con la violencia y su prevención,
así como pautas generales y ejemplos para el desarrollo de
este tipo de programas con adolescentes, utilizando el
abecedario de los derechos humanos como punto de partida. En
un contexto como el escolar, por mínimo que sea el
conflicto, si la resolución conduce a la agresividad en
lugar del diálogo, es que algo falla.
Por otra parte, en una globalizada sociedad donde se sirven
raciones de duda y cinismo, de angustia y terror por
doquier, los jóvenes suelen dar lecciones de generosidad a
los adultos. Ver a esa juventud pacificadora que rehúsa
salvajismos es una verdadera lección para el mundo. Se
agradece su voz y su testimonio, como la de esa multitud de
jóvenes que participan en la Jornada Mundial de la Juventud,
junto a Benedicto XVI, que sorprendentemente irradian paz y
la alegría de vivir. Me llama la atención por su calma, la
sonrisa, la delicadeza, la gentileza, la cooperación y la
apertura que todos ellos transmiten. Son el aire fresco que
necesita el planeta. Tenemos que tener fe en estos jóvenes,
que preparan una revolución espiritual silenciosa, pero muy
activa humanamente. Y también tenemos que tener conciencia
que los proyectos educativos curriculares de un país han de
ser convincentes. Lo serán en la medida que ayuden a la
juventud a crecer auténticamente como personas, con
capacidad de entendimiento crítico y sentido de
responsabilidad. El futuro les pertenece y, ese futuro, va a
depender muy mucho de la educación recibida, que no ha de
ser doctrina, sino libertad encaminada al pleno desarrollo
de la personalidad humana en el respeto a los principios
democráticos de convivencia y a los derechos como reconoce
la constitución.
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