Vivimos en una época peligrosa.
Las dominaciones es la más terrible de las enfermedades, la
del partidismo político está fuera de su reconocimiento
constitucional. El ejercicio del derecho de asociarse con
una finalidad política les otorga relevancia, pero también
les impone unos límites democráticos que debieran cultivarse
con rigor. Hay decisiones que deben ser tomadas por los
ciudadanos, que también han de poder formular propuestas.
Frente a una democracia más o menos representativa, creo que
se debe fomentar una democracia mucho más participativa. Las
pasiones partidistas exorbitadas nunca fueron saludables,
sencillamente porque admiten difícil autocrítica. La
política es más que una simple cuestión de poder por el
poder, como instrumento al servicio de la formación y
expresión de la voluntad popular, su origen y su meta ha de
estar sin vacilación alguna en la justicia, y ésta es de
naturaleza ética (la ética de las responsabilidades).
En ninguno de los congresos políticos celebrados en nuestro
país recientemente, de un tinte o de otro, han mostrado
interés en otorgar más democracia al ciudadano. Con lo
apasionante y fructífero que es incentivar lo de permitir
dar rienda suelta a las energías de todo ser humano, pues
nada de nada. Es cierto que los derechos de participación y
de acceso a los cargos públicos representativos lo ejerce la
ciudadanía, pero a través de listas cerradas y bloqueadas
salvo las elecciones al Senado, acrecentando en las
formaciones políticas un papel preponderante y, a mi juicio,
un tanto injusto. Las listas abiertas si sería un gran
avance democrático. Que los escaños se atribuyan a las
candidaturas y los correspondientes a cada candidatura se
adjudiquen a los candidatos incluidos en ella, por el orden
de colocación que dicta el partido, no es muy liberal que
digamos. A esto hay que añadir que los partidos tienen que
ganar democracia interna, porque además es una exigencia
constitucional, puesto que si los partidos se configuran
como un instrumento primordial para la participación
política de los ciudadanos en los asuntos del Estado, el
cumplimiento de dicha finalidad y la consecución de una
verdadera representatividad política implica un
funcionamiento coherente con el sistema democrático del que
son parte nuclear.
No me gusta la dominación del partidismo político que juega
a dividir en vez de sumar, porque se consideran
representativos de “sus” electores, cuando en realidad son
titulares de cargos públicos, ni tampoco lo son
representantes de “sus” partidos, ya que son organizaciones
privadas a las que se reconoce la posibilidad de desempeñar
funciones públicas. El neutral estado de las cuestiones
humanas, el bienestar moral de un país, nunca puede
garantizarse solamente a través de estructuras políticas,
por muy válidas y democrática que éstas fueren. Es cierto
que dichas estructuras no sólo son fundamentales, sino
imprescindibles; sin embargo, no pueden ni deben dejar al
margen la libertad del ciudadano como tal. Está comprobado,
verificado y percibido, que las organizaciones que mejor
funcionan son aquellas en las que existen unas convicciones
vivas capaces de motivar a las personas para una adhesión
libre. La excesiva politización de todo, y en todos los
ámbitos, aparte de restar libertad, cuando además el poder
no descansa en la búsqueda de la verdad objetiva y en la
dimensión de servicio al ciudadano, lo que hace es que
germine la corrupción y hagan batalla una legión de
oportunistas, que incluso llegan a pensar que el país son
ellos mismos y el “aparato” del partido, como si fuesen
órganos del mismísimo Estado.
Frente al absorbente intervencionismo partidista, que no es
buena práctica política y que , sin embargo, es baño diario
en nuestro país, conviene recordar que el ejercicio de
funciones públicas impone a los partidos un plus de sujeción
a la ley de leyes, que se traduce en un deber de distinto
signo para los ciudadanos y los poderes públicos; mientras
los primeros tienen un deber general negativo de abstenerse
de cualquier actuación que vulnere la Constitución, los
titulares de los poderes públicos tienen además un deber
general positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la
carta magna. ¿Cuántas contrariedades al respecto se producen
a diario? La justicia no da abasto. Y no en vano, el poder
judicial, en ocasiones ha tenido que llamar al orden a más
de un gobierno y a más de un político, por entrometerse en
sus veredictos. Dicho lo anterior, tampoco piense el lector
que pongo en duda los derechos de la democracia y los
deberes del demócrata; pero prefiero no hacerme ilusiones
respecto al uso que se viene haciendo de esos
derechos-deberes, cuando tanto escasea en los partidos
políticos la vocación y la sabiduría, mientras abunda la
conveniencia y el endiosamiento, la falta de diálogo y el no
extender la mano a otras opciones políticas.
Hace tiempo que el respeto, el cultivo y la promoción del
bien integral de la persona humana, no constituyen prioridad
en los partidos políticos. A sus congresos me remito, muy
poco aperturistas, democráticos sólo si te dejas llevar por
la cúpula, con textos verdaderamente doctrinarios,
inventando derechos que no son como el del aborto, con el
nulo derecho de admitir autocrítica, aunque fragmenten a la
sociedad y se entre en contradicción con el espíritu
fundamental de la norma suprema que apuesta por la unidad.
Ningún partido, y mucho menos en el gobierno, ha de ser
depositario exclusivo de una determinada línea de
pensamiento como se pretende con una disciplina escolar:
educación para la ciudadanía. Otro dislate más. En vista de
lo visto, bien podrían los partidos políticos injertar en
sus congresos ponencias encaminadas a poner a la persona
humana en el centro del debate como razón política. Al fin y
al cabo, resulta un andar bastante extraño perseguir el
poder a cualquier precio, inclusive teniendo que perder el
paso de la libertad, porque el “aparato” del partido impone,
que no propone, la dirección del camino. El que se salga, no
entra la foto; es voz popular.
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