La transformación de la Justicia que la sociedad demanda es
imposible sin un cambio radical en todos los actores que
intervienen en los procesos y concretamente en los de
familia: abogados y fiscales, secretarios y oficiales. Pero
el cambio tiene que empezar por el juez. Él es el eje del
sistema: dirige el proceso; admite o rechaza alegaciones y
pruebas; resuelve la controversia y ejecuta lo resuelto. Y
todo ello con amplísima discrecionalidad.
En la base del proceso se encuentra el justiciable, al que
en ocasiones deberíamos llamar “ajusticiado”. En la cúspide
está el juez. En el orden familiar, determina el destino de
los menores, expulsa del domicilio a su dueño, impone cargas
eternas, condena a la hambruna o reduce a las personas a la
situación de “siervos de la gleba”, según un elocuente voto
particular en el Tribunal Constitucional.
Aunque hay excelentes jueces que cumplen su misión con
dedicación, conciencia, conocimientos jurídicos y
sensibilidad, los males que en general se padecen pueden
encuadrarse en tres áreas; selección, formación y actitud.
1º. Selección. No entro a valorar el sistema actual,
discutido por muchos. Lo que llena de perplejidad es que
frecuentemente los litigios los dirima un sustituto, que no
ha pasado por este proceso selectivo ni ha alcanzado las
oportunas calificación y preparación. Y con desprecio a la
ley, ni siquiera se notifica a los interesados este cambio
del juez predeterminado por la ley, que garantiza la
Constitución. Se juega, una vez más, con el temor de todos a
protestar y que ello pueda repercutir, en el mejor de los
casos, en la demora del proceso, y en el peor, en la
sentencia.
2º. Formación. Esta cuestión está muy unida a la
especialización, sin la cual no puede existir. La ley
contempla ésta en otros campos, pero se rechaza en Familia.
Se da la paradoja de que cuando los menores se ven envueltos
en un proceso es preciso que el juez esté especializado.
Pero si el proceso, además de menores, envuelve un
matrimonio, un hogar y una economía familiar, entonces ya no
es necesaria la especialidad. Es más, dependiendo de dónde
vivan, las personas tienen derecho a un Juzgado
especializado o no, aunque no se le exija al juez nada para
acceder al órgano de Familia y su especialización la
adquiera sobre la marcha. Si los Juzgados de Familia no
sirven para nada, que desaparezcan. Pero si constituyen un
acierto, extendamos su competencia a todos los ciudadanos.
Lo contrario constituye una grave infracción del principio
de igualdad. Menos Ministerios y más realidades.
3º. Actitud. Contemplar una abigarrada multitud de
litigantes, parientes e hijos pequeños, que esperan
hacinados en estrechos pasillos durante horas, porque la
agenda judicial no ha sido objeto de análisis previo alguno,
y ver llegar al titular media hora después de la hora
señalada para el primer juicio... para salir casi de
inmediato a tomar café; sufrir resoluciones judiciales fruto
de la desidia, que entraña un claro desprecio hacia los
justiciables, con errores materiales de bulto, que llegan
hasta a consignar hechos correspondientes a otro proceso,
como único fundamento de la sentencia y, pedida la
rectificación, denegarla, para más tarde, reconocer
«espontáneamente» el error, aunque manteniendo el
pronunciamiento; negar injustificadamente pruebas, incluso
periciales en el caso de menores; escuchar que ya se ha
formado el juzgador un parecer en la materia, antes de
celebrarse el juicio; asistir a la citación judicial de un
testigo, para después rechazar el testimonio del pobre
ciudadano que se desplaza muchos kilómetros para cumplir
este deber cívico; padecer el rechazo a permitir a las
partes el análisis de las pruebas practicadas; éstas y otras
parecidas manifestaciones de una actitud cesarista del poder
de enjuiciar son por desgracia comunes en nuestros
Tribunales.
La sagrada función de impartir justicia se ennoblece
erradicando estos males y, como se producen muchos, con la
exquisitez del trato, el respeto a los intervinientes y la
razonada fundamentación de los fallos.
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