Quiero vivir. Es lo que nos dicen
con sus tristes miradas los que nada tienen para llevarse a
la boca. Las estadísticas nos apuntan, para vergüenza de los
moradores del planeta de la abundancia, que el número de
personas con hambre en el mundo aumentó unos cincuenta
millones como resultado de los elevados precios de los
alimentos. El martirio del hambre exige avivar programas de
seguridad alimenticia mundial. Es necesario alabar el
esfuerzo ante las emergencias, causadas por catástrofes
naturales o por guerras; pero, asimismo también es de
justicia, implicarse más allá de una ayuda puntual para un
momento concreto. Sabemos que ninguna institución ni país
será capaz de resolver por si sola la crisis alimenticia. Es
un problema del mundo que el mundo unido ha de resolver.
Cuando la miseria y el hambre entran por la puerta de un
país, es que el amor de vecindad ha huido por la ventana y
el desarrollo solidario no ha pasado de ser un ropaje de
metáforas. Por ello, pienso que con urgencia hacen falta
expertos en humanidad para que humanicen lo deshumanizado
del astro vivo.
Vivir quiero. Porque la vida no se ha hecho para malgastarla
unos pocos privilegiados, sino para vivirla todos con todos.
Que el hambre y la malnutrición sigan escalando posiciones
en el planeta es el mayor escándalo y la mayor corrupción
contra el poema de la existencia. La campaña contra el
hambre debe ser diaria en el diario del vivir. El mundo
precisa una economía más solidaria, que no lo es para nada,
más bien camina degradada por la falta de justicia. La
primera injusticia es pensar que la miseria del mundo no
está a cargo nuestro, cuando si debe estarlo, sobre todo en
los países globalmente ricos. La soledad del que tiene
hambre y no encuentra, va dejando un rastro de lágrimas, que
debiera ponernos en movimiento en la búsqueda de la mayor
eficiencia en la gestión de los bienes terrenos; en una
mayor aplicación de la justicia social, exigida por la
destinación universal de los bienes.
Acciones recientes como la llevada a cabo por una treintena
de niños ciegos y explotados de Madagascar, dispuestos a que
les escuchemos este verano por toda España para dejar de ser
invisibles, gracias al buen hacer la ONG “Agua de Coco”, sin
duda merecen no ya solo nuestro incondicional apoyo, sino
entrar en sintonía con ellos, reflexionar con sus voces y
pensar que el camino de los derechos humanos es el
abecedario de todo caminante en el curso de la vida. Flacos
y más bajos de lo que corresponde a su edad, buscándonos en
su mirada, estos chavales, que si saben de hambre y
malnutrición, nos dan con su actuación la gran lección de
que una carencia grave y prolongada de alimentos provoca el
deterioro del organismo, apatía, pérdida del sentido social,
indiferencia y a veces incluso crueldad hacia los más
débiles, niños y ancianos en particular. Grupos enteros se
ven condenados a morir en la degradación. Ellos se han
salvado de momento, pero como los auténticos poetas en
guardia, levantan su voz y piden justicia.
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