Todo es sorpresa en este hábitat
de aires acondicionados y pocos árboles, en este mundo donde
se lanzan redadas masivas contra inmigrantes, mientras las
calles se desbordan de violadores y violencias. Quiero decir
lo que quiero saber, por qué al odio todavía no se le ha
dado el pasaporte del adiós y el látigo no se doblega ante
el amor. Muros adentro, en nuestro país, la justicia sigue
en el mismo andén de obras. Dicen que para modernizarla. El
ciudadano que tiene la desdicha de acudir en su amparo ha de
contar con la paciencia del lucero del alba. Póngase en lo
peor para no morirse de tristeza. En demasiadas ocasiones
queda lejos esa justicia resolutoria, que actúa de forma
rápida, transparente y eficaz. La injusticia parece ganar
terreno en un planeta lleno de potencias nucleares sin
control. El mundo está que arde, cuándo se dejará de
permitir la maldad y de transigir lo que no ha de
autorizarse.
Hay ojos que son piedras. Hay abrazos que son pedradas. Las
contiendas fueron porque están siendo. Hay que poner paz. Ha
de ser un deber diario en el diario de la vida. Hay que
ganar tiempo al tiempo, que todo lo desdibuja. Tiene bien
poco sentido avivar la pretensión de convertir la laicidad
en emblema de la postmodernidad y de la democracia moderna,
si cosechamos desórdenes económicos a raudales, o si el
imperio de la ley no es expresión de la voluntad popular, o
si la calidad de vida se convierte en privilegio para
algunos. Qué sed horrible de dignidad la que soportan
algunos ciudadanos en esta sociedad en que boga lo corrupto.
La corrupción de ideas navega a sus anchas. Todo se compra y
se vende, inclusive la carne humana. El tráfico de personas,
sin duda, es uno de los fenómenos más vergonzosos para la
especie del raciocinio. Hemos llegado demasiado lejos en
este mundo de estrellas estrelladas, de dioses endiosados,
de diálogos impuestos y de sonidos que aplastan inocencias.
Insisto. Quiero decir lo que quiero saber, por qué el aire
no es pureza, ni la brisa una voz que calme, ni por qué esa
mujer que muere no se le protege lo suficiente de la selva,
o a ese niño al que los adultos le han robado la infancia, o
por qué historia ha de ser una mezcla explosiva la
disciplina religiosa junto a otras disciplinas del saber.
Está visto que un hombre sin moral, ética o religión, es una
bestia salvaje que deambula sin rumbo. Pienso que los
grandes problemas que afectan al mundo actual, en parte son
debidos a ese afán por marginar de la vida personal y
pública la galaxia donde destella una escala de valores, que
es la llave para la convivencia. Ningún modelo económico o
político servirá plenamente a la humanidad, si no se apoya
en valores fundamentales que respondan a la autenticidad.
Desde luego, los sistemas que elevan lo económico a la
condición de factor único y determinante de tejido social
están condenados por su propio dinamismo interno a volverse
contra el hombre. No se puede ignorar la presencia humana
del que vive. Contar la vida por las ayudas donadas y dadas
es tiempo ganado para avivar una cultura más humana. Quien
hace vive.
Frente a este calvario de horas sesgas, se me ocurre evocar
las tres clases de ignorancia, bautizadas por el escritor
francés Rochefoucauld: no saber lo que debiera saberse,
saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse.
Conocernos y respetarnos unos a otros en la diversidad de
nuestras culturas, esto debiera saberse al dedillo para
poderlo cultivar todos con todos. Otro de los desafíos más
difíciles de nuestro tiempo es saber mal lo que se sabe, y
así no se puede entender que el encuentro entre la tradición
y la modernidad, es decisivo para el futuro de las
generaciones más jóvenes. Se trata de un diálogo que
requiere mucha ponderación y reflexión, y exige un sabio
equilibrio. En ocasiones, es cierto, nos quedamos en la
superficialidad de un saber que se sabe lo que se sabe e
ignora lo que no se sabe, sin profundizar ni en el lugar del
ser humano en su planeta.
Insto, pues, a la coherencia de un querer decir, previo
habérmelo dicho a mi mismo, lo que uno quiere saber sin
miedo a las etiquetas, con la libertad del lenguaje como
norma. Con la palabra se puede expresar todo, hay que
conjugarla en todos los tiempos para solidarizarse, tildarle
un adjetivo para adjetivarla semánticamente, máxime en un
mundo tan confuso como el presente. Después de decir lo que
quiero saber, aparte de que es preciso saber escuchar, hay
que saber cómo vivir e igualmente saber cómo convivir. Por
desgracia, saber vivir, con toda la razón, con toda la
profundidad de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, no
es fácil, es un camino que exige valentía, sentirse un don
nadie, y también un poeta en guardia permanente. Lo que
quiero saber, al fin y al cabo, seguro que es lo mismo que
lo que piensa el lector en algún momento. Son los mismos
interrogantes de siempre: por qué la realidad que vivo
transcurre sin actitudes responsables, por qué todo pasa y
todo vuelve, como si estuviésemos a merced del aire. Y si el
mundo procede de la sabiduría, díganme los sabios que en el
mundo hay: ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?
Seguramente- como dijo Tágore- leemos mal el mundo y decimos
luego que nos engaña. Entonces no somos tan sabios. Las
apariencias engañan.
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