Días atrás, durante un acto al
cual asistí porque se distinguía a una persona muy estimada
por mí con un importante galardón, Basilio Fernández
y Antonio Gil movieron sus manos en señal de saludo
desde la distancia que nos separaba. El gesto de ambos, al
unísono, era un claro de ejemplo de educación y saber estar.
Fernández y Gil demostraban con su comportamiento que si
bien sus decisiones tomadas como críticos furibundos contra
el PSOE de Ceuta, no habían tenido buena acogida en este
espacio, ellos desechaban cualquier intento de mostrarme su
enfado negándome el saludo en cuanto se hubiera presentado
la ocasión. Que es lo que suelen hacer quienes no gustan de
ser enjuiciados desfavorablemente en sus cometidos como
personas que desempeñan cualquier actividad pública.
El saludo a mano alzada por parte del secretario general de
la Unión General de Trabajadores y del presidente del
Consejo Económico y Social de Ceuta, en señal evidente de
que deseaban acortar las distancias habidas entre nosotros,
en cuanto se presentara la ocasión, para pegar la hebra
durante unos minutos, fue una bocanada de aire fresco en
sitio donde había individuos cuyas caras parecían estar
asediadas por los síntomas del estreñimiento pertinaz.
En cuanto pude, es decir, nada más finalizar la cháchara que
mantenía en esos momentos, me fui derecho hacia el sitio
donde ellos se encontraban. Es decir, donde estaban los
hombres que ese mismo día se habían visto reflejados en este
espacio como equivocados por haberle tomado mal la medida a
José Antonio Carracao. Y entre bromas y veras,
supimos conversar con esa relajación que propicia poder
decir lo que ambas partes desean.
A Basilio Fernández hacía tiempo que yo le quería poner al
tanto de un hecho que siempre le agradeceré a su mujer.
Quien jamás, por más que él en mis escritos, desde que fuera
alcalde y presidente de esta ciudad, hasta hoy, no haya
tenido la mejor de las acogidas, ella, su esposa, me mantuvo
siempre el saludo y las palabras agradables cuando nos
cruzábamos en la calle.
No hace falta decir que la confesión llevaba un mensaje muy
claro. El señorío que prima en tu casa, estimado Basilio,
hace posible que tu familia esté por encima de la cortedad
de miras de quienes están convencidos de que si no pueden
matar al mensajero al menos se le desprecie retirándole el
saludo y diciendo de él impropios entre conocidos. Y creo
que así lo entendió BF. A quien le tocó vivir, como alcalde,
una época tumultuosa de una ciudad que se vio de pronto
invadida por un fenómeno para el que no había entonces
respuestas en ningún sentido: la inmigración.
En lo tocante a Antonio Gil, me cabe decir que siempre he
mantenido con él ese tipo de relación que a nada obliga pero
que en cuanto nos hallamos en cualquier sitio nos permite
analizar la situación o hablar de lo saludable que es
ponerse a escuchar atentamente el canto de los pájaros.
Y esa relación, sin ningún tipo de interés que la motive, me
permitió recordarle que como secretario general de un
sindicato de clase, de la categoría del suyo, le está vedado
el seguir contando cosas en una sola dirección. Y Antonio,
como no es de los que se chupan el dedo, entendió el mensaje
y prometió enmendar su yerro cuanto antes.
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