El sabía que, para formar parte de
la banda juvenil, en su condición de neófito, para que
tuviera buenas relaciones con el grupo, tenía que proceder a
una pre-delincuencia, por la que él no había pasado; por lo
tanto, en el supuesto de su firme integración, tendría que
superar determinadas pruebas, que de no ser así, llevaría
consigo su expulsión. Lo intentó, pero, al poco tiempo, al
no poder cumplir con las normas establecidas y, pese a las
iniciales facilidades encontradas, estaba dispuesto a todo,
menos a cometer ningún tipo de falta y, mucho menos, delito,
ni siquiera de forma inicial.
Ya fuese por error, o bien, por su falta de información,
Manu, no tuvo más remedio que abandonar el grupo y, de
nuevo, sus horas de soledad. Para ser honrado, no cometer
delitos y conservar limpio su honor, lo mejor era optar por
ir de libre. Para obtener determinadas ventajas que le
aportaba el grupo, el sólo respeto de las normas, del código
establecido era demasiado para él. Ahora, sus formas de
vida, se las dictaba él mismo. Y la calle, sin ataduras, era
un buen escenario para “satisfacer” sus necesidades básicas.
El campo de operaciones siempre sería el mismo. No podía ser
otro. Cerca de su barrio, en la proximidades del mercado,
grandes superficies, pequeñas tiendas de barrio… Su oficio
no sería otro que ejercer la mendicidad, “profesión” que
llevaría con mucho orgullo. Y decía: “peor era robar”. Y
llevaba razón.
Así, que no tuvo más remedio que constituir su “propia
empresa”. Bien dirigida, no tendría problemas. Elegir los
posibles “clientes”, un discurso breve, conciso y, a su
debido tiempo, extender la mano -siempre la derecha, ya que
la izquierda estaba mal vista, y no daba suerte- y recoger
el importe, producto de la generosidad de la persona
abordada, y la nota final, la despedida, la gratitud, con un
¡Dios se lo pague!
Manu, recordaba una anécdota, entre las muchas que le
ocurrieron. Tenía por sistema una fórmula de presentación
que no le daba malos resultados: “¡Buenos días, mi señor!”.
“Me dedicaba a mi labor y, al aproximarse un señor muy serio
–que no me decía nada a mi favor- utilicé mi fórmula de
presentación: ¡Buenos días, mi señor! La persona en cuestión
me devolvió el saludo y me hizo la siguiente observación: No
me gusta para nada la segunda parte de su saludo, y no es
cierto que yo sea señor suyo. Me molesta, porque yo no soy
señor de nadie, y menos suyo. Por lo tanto, si usted quiere
que yo le socorra en otra ocasión, no me lo utilice más. Vd.
es una persona libre, como yo, por consiguiente, se está Vd.
postulando como persona que está dependiendo estrictamente
de mí, que está sujeta a mi voluntad, y eso no es cierto.
Así, que tenga su limosna y váyase con Dios”.
“El ‘cliente’ llevaba toda la razón, pero no era para
molestarse. Me puse a pensar detenidamente, si lo de ‘mi
señor’ podría perjudicarme económicamente, porque, en
realidad, lo que yo hacía era ofrecerme como ‘vasallo’, sin
serlo. Quedaba mejor con el saludo ‘Buenos días, o Buenas
tardes’…”
A los pocos días de la puesta de largo de su “empresa”, las
cosas no iban mal. Sacaba lo suficiente para poder conseguir
la “cesta de la compra”, aunque su objetivo no era sólo
alimentación, ya que había que atender otras necesidades
prioritarias. Lo importante, según su propia “filosofía” era
mantenerse en su profesión, y si le salía algún que otro
“trabajito”, dentro de sus posibilidades, y en el marco de
su “código”, se atrevería a realizarlo. Él ponía el ejemplo
de que algunas señoras cargada de paquetes, si requerían sus
servicios para ayudarlas, lo haría.
Transcurrido un tiempo prudencial, Manu, decidió ampliar su
“negocio”. Había conseguido una clientela fidelísima.
Incluso con algunos “clientes” mantenía breves
conversaciones, donde ponía de manifiesto su “cultura”
adquirida en la escuela. Él se consideraba “persona leída”
aunque se apoyara solamente en aquellos libros de la
limitada biblioteca de aula. Y en esa dirección iba la
ampliación del “negocio”. Ahora, y en determinados clientes,
su petición no iba exclusivamente en conseguir unas monedas:
se atrevería a pedir libros. Libros usados, preferentemente,
novelas. Así consiguió reunir una pequeña colección de
libros variados, destacando entre todos, varias novelas del
Oeste, que colocaba en su mochila que descansaba sobre su
espalda.
De esta forma, Manu, recuperó su afición a la lectura, se
sentía feliz, porque iba consiguiendo sus objetivos. Lo
tenía todo, y, en especial, su libertad. Había conseguido
abandonar su casa, de la que ni siquiera se acordaba: pudo
dejar la organización juvenil, la banda juvenil. Él no quiso
ser un delincuente, porque los objetivos de la banda iban en
esa dirección: cometer delitos, y él no quería ser un
delincuente. Antes, libre en la calle, con su propio código
por delante. Soledad y libertad, dándose la mano, en la dura
batalla mantenida por Manu.
|