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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 2 DE JULIO DE 2008

 

OPINIÓN / EL MAESTRO

La soledad de Manu (y II)
 


Andrés Gómez Fernández
andresgomez@elpueblodeceuta.com

 

El sabía que, para formar parte de la banda juvenil, en su condición de neófito, para que tuviera buenas relaciones con el grupo, tenía que proceder a una pre-delincuencia, por la que él no había pasado; por lo tanto, en el supuesto de su firme integración, tendría que superar determinadas pruebas, que de no ser así, llevaría consigo su expulsión. Lo intentó, pero, al poco tiempo, al no poder cumplir con las normas establecidas y, pese a las iniciales facilidades encontradas, estaba dispuesto a todo, menos a cometer ningún tipo de falta y, mucho menos, delito, ni siquiera de forma inicial.

Ya fuese por error, o bien, por su falta de información, Manu, no tuvo más remedio que abandonar el grupo y, de nuevo, sus horas de soledad. Para ser honrado, no cometer delitos y conservar limpio su honor, lo mejor era optar por ir de libre. Para obtener determinadas ventajas que le aportaba el grupo, el sólo respeto de las normas, del código establecido era demasiado para él. Ahora, sus formas de vida, se las dictaba él mismo. Y la calle, sin ataduras, era un buen escenario para “satisfacer” sus necesidades básicas.

El campo de operaciones siempre sería el mismo. No podía ser otro. Cerca de su barrio, en la proximidades del mercado, grandes superficies, pequeñas tiendas de barrio… Su oficio no sería otro que ejercer la mendicidad, “profesión” que llevaría con mucho orgullo. Y decía: “peor era robar”. Y llevaba razón.

Así, que no tuvo más remedio que constituir su “propia empresa”. Bien dirigida, no tendría problemas. Elegir los posibles “clientes”, un discurso breve, conciso y, a su debido tiempo, extender la mano -siempre la derecha, ya que la izquierda estaba mal vista, y no daba suerte- y recoger el importe, producto de la generosidad de la persona abordada, y la nota final, la despedida, la gratitud, con un ¡Dios se lo pague!

Manu, recordaba una anécdota, entre las muchas que le ocurrieron. Tenía por sistema una fórmula de presentación que no le daba malos resultados: “¡Buenos días, mi señor!”. “Me dedicaba a mi labor y, al aproximarse un señor muy serio –que no me decía nada a mi favor- utilicé mi fórmula de presentación: ¡Buenos días, mi señor! La persona en cuestión me devolvió el saludo y me hizo la siguiente observación: No me gusta para nada la segunda parte de su saludo, y no es cierto que yo sea señor suyo. Me molesta, porque yo no soy señor de nadie, y menos suyo. Por lo tanto, si usted quiere que yo le socorra en otra ocasión, no me lo utilice más. Vd. es una persona libre, como yo, por consiguiente, se está Vd. postulando como persona que está dependiendo estrictamente de mí, que está sujeta a mi voluntad, y eso no es cierto. Así, que tenga su limosna y váyase con Dios”.

“El ‘cliente’ llevaba toda la razón, pero no era para molestarse. Me puse a pensar detenidamente, si lo de ‘mi señor’ podría perjudicarme económicamente, porque, en realidad, lo que yo hacía era ofrecerme como ‘vasallo’, sin serlo. Quedaba mejor con el saludo ‘Buenos días, o Buenas tardes’…”

A los pocos días de la puesta de largo de su “empresa”, las cosas no iban mal. Sacaba lo suficiente para poder conseguir la “cesta de la compra”, aunque su objetivo no era sólo alimentación, ya que había que atender otras necesidades prioritarias. Lo importante, según su propia “filosofía” era mantenerse en su profesión, y si le salía algún que otro “trabajito”, dentro de sus posibilidades, y en el marco de su “código”, se atrevería a realizarlo. Él ponía el ejemplo de que algunas señoras cargada de paquetes, si requerían sus servicios para ayudarlas, lo haría.

Transcurrido un tiempo prudencial, Manu, decidió ampliar su “negocio”. Había conseguido una clientela fidelísima. Incluso con algunos “clientes” mantenía breves conversaciones, donde ponía de manifiesto su “cultura” adquirida en la escuela. Él se consideraba “persona leída” aunque se apoyara solamente en aquellos libros de la limitada biblioteca de aula. Y en esa dirección iba la ampliación del “negocio”. Ahora, y en determinados clientes, su petición no iba exclusivamente en conseguir unas monedas: se atrevería a pedir libros. Libros usados, preferentemente, novelas. Así consiguió reunir una pequeña colección de libros variados, destacando entre todos, varias novelas del Oeste, que colocaba en su mochila que descansaba sobre su espalda.

De esta forma, Manu, recuperó su afición a la lectura, se sentía feliz, porque iba consiguiendo sus objetivos. Lo tenía todo, y, en especial, su libertad. Había conseguido abandonar su casa, de la que ni siquiera se acordaba: pudo dejar la organización juvenil, la banda juvenil. Él no quiso ser un delincuente, porque los objetivos de la banda iban en esa dirección: cometer delitos, y él no quería ser un delincuente. Antes, libre en la calle, con su propio código por delante. Soledad y libertad, dándose la mano, en la dura batalla mantenida por Manu.
 

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