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OPINIÓN - MARTES, 1 DE JULIO DE 2008

 

OPINIÓN / EL MAESTRO

La soledad de Manu (I)
 


Andrés Gómez Fernández
andresgomez@elpueblodeceuta.com

 

Nuestro protagonista se llamaba Manuel, pero él prefería que se le llamara Manu. Lo justificaba porque de su nombre propio había muchos, pero acortándolo, menos.

Él pertenecía a un tipo de familia desorganizada, distante, donde todos los mecanismos de funcionamiento interno se habían roto, disponiendo cada miembro de un lugar físico para vivir. Familia numerosa, Manu era de los mayores. La convivencia familiar quedaba resumida a reglas mínimas, casi anuladas. No existía apenas comunicación. Cada miembro iba estructurando sus propios modos de enfocar la realidad. Vivían juntos, en un ambiente de absoluta pobreza, sin ningún tipo de recurso económico.

Manu se crió en ese ambiente. El padre, sin trabajo fijo, realizando “aquello” que le salía; su madre, limpiadora, también con trabajos ocasionales. Tenía, pues, grandes dificultades para salir adelante. Los niños iban al colegio, pero con gran absentismo escolar, ya que, cuando los padres salían a trabajar, cada uno hacía lo que quería.

El caso de Manu era de fracaso escolar grave, ya que no terminó su escolaridad obligatoria. Así que, desde muy jovencito se hizo amigo de la calle, donde lo que podía “ofrecerle” era, entre varias opciones, la mendicidad, por lo que muy pronto aprendió el oficio de mendigo, que prefería serlo antes de caer en la delincuencia juvenil. Se colgó una vieja mochila al hombro, y abandonó el hogar. No quiso saber nada de ellos, ni ellos, nada de él. Tenía que agudizar el ingenio para no pasar la noche al raso, con la premisa de que cualquier techo le valía: coches abandonados, debajo de camionetas, soportales de algunas viviendas, portones… Manu era joven, obligado por la vida a crecer antes de tiempo. Su proyecto de vida no era otro que ser “hijo de nadie”.

De su paso por el colegio, Manu, no tenía gratos recuerdos. La convivencia en el aula era agradable, aunque reconocía, aparte, que había momentos en que lo pasaba mal. Reconocía, por otro lado, que el maestro se entregaba para que todos los niños aprendieran; pero había algunos que no estaban por la labor, entre ellos, él. El maestro era amigo suyo, del que recibía buenas orientaciones, para que, después, las echara en “saco roto”. Sin embargo, le agradecía que, al menos, le enseñara a leer, porque, en el fondo, era lo único que le gustaba, Ahora, fuera del colegio, disfrutaba con el mejor “regalo” que había recibido: no ser analfabeto total.

Tenía presente los sabios consejos de su admirado maestro. La palabra robar, sonaba tan fuerte, que era considerada como pecado mortal, y aquel testimonio de un compañero, cuando preguntó el maestro si algún niño había tenido la tentación de robar; el compañero que se consideró culpable de un pequeño hurto, se expresó así: “lo hice en un momento de debilidad, por una tontería, y por no ser menos que los demás de la pandilla, y todavía me avergüenzo de haberlo hecho”.

En la escuela se debatían cuestiones acerca de las desigualdades e injusticias, que traían a menudo de cabeza a los padres, entre otras cosas porque les obligaban a replantearse incómodos asuntos de conciencia. Así, que se exponían claros ejemplos de solidaridad, para hacerles ver que, aquellos que tenían una gran familia, eran alumnos privilegiados.

Cuando llegaba el momento de la lectura, de la pequeña biblioteca de aula, el maestro, sacaba los libros que más gustaban a los alumnos, donde destacaban “Platero y yo” y “El Lazarillo de Tormes”. De este libro, Manu, recordaba los episodios que le tocó vivir a Lázaro, en particular “el del vino, hasta que el ciego se dio cuenta” y “el de las uvas, donde el propio ciego, de nuevo, le ganó la partida”.

El libro de Lazarillo le caló tan hondo a Manu, que, a veces, soñaba que el protagonista era él. Una vez, su sueño, tuvo tantos visos de realidad, que llegó a comentarlo en la clase, teniendo el maestro una oportunidad para hacer una lección ocasional. Manu, comenzó a narrar su sueño, vivido como Lazarillo del ciego: “Visitábamos una feria de ganado -lugar apropiado para mejorar nuestra economía- en una localidad de nuestro itinerario habitual. En la feria había vacas, ovejas, cerdos, caballos, gallinas… y a mí se me ocurrió hurtar una gallina, que diligentemente, entregué al ciego. Éste, para demostrarnos que una persona legal, me reprendió, dando gritos para llamar la atención de la concurrencia. Yo salí corriendo, con la gallina, dejando al ciego abandonando”.

Manu, que no llegó a finalizar su escolaridad, como hemos dicho, de forma espontánea se dirigió hacia la banda juvenil del barrio. No podía ser de otra forma, ya que era el lugar natural donde se dirigían los inadaptados al grupo normal. Por sus características especiales no podía tener sitio en otro tipo de organización juvenil. Tratándose de la banda juvenil, este grupo patológico estaba abierto a diversos tipos de inadaptados, especialmente delincuentes. ¿Se encontraba, Manu, en esos momentos, en esta categoría? Él era un inadaptado al clan familiar, por circunstancias ya conocidas, pero la banda juvenil no podía liberarlo de la ligazón familiar.
 

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