Nuestro protagonista se llamaba
Manuel, pero él prefería que se le llamara Manu. Lo
justificaba porque de su nombre propio había muchos, pero
acortándolo, menos.
Él pertenecía a un tipo de familia desorganizada, distante,
donde todos los mecanismos de funcionamiento interno se
habían roto, disponiendo cada miembro de un lugar físico
para vivir. Familia numerosa, Manu era de los mayores. La
convivencia familiar quedaba resumida a reglas mínimas, casi
anuladas. No existía apenas comunicación. Cada miembro iba
estructurando sus propios modos de enfocar la realidad.
Vivían juntos, en un ambiente de absoluta pobreza, sin
ningún tipo de recurso económico.
Manu se crió en ese ambiente. El padre, sin trabajo fijo,
realizando “aquello” que le salía; su madre, limpiadora,
también con trabajos ocasionales. Tenía, pues, grandes
dificultades para salir adelante. Los niños iban al colegio,
pero con gran absentismo escolar, ya que, cuando los padres
salían a trabajar, cada uno hacía lo que quería.
El caso de Manu era de fracaso escolar grave, ya que no
terminó su escolaridad obligatoria. Así que, desde muy
jovencito se hizo amigo de la calle, donde lo que podía
“ofrecerle” era, entre varias opciones, la mendicidad, por
lo que muy pronto aprendió el oficio de mendigo, que
prefería serlo antes de caer en la delincuencia juvenil. Se
colgó una vieja mochila al hombro, y abandonó el hogar. No
quiso saber nada de ellos, ni ellos, nada de él. Tenía que
agudizar el ingenio para no pasar la noche al raso, con la
premisa de que cualquier techo le valía: coches abandonados,
debajo de camionetas, soportales de algunas viviendas,
portones… Manu era joven, obligado por la vida a crecer
antes de tiempo. Su proyecto de vida no era otro que ser
“hijo de nadie”.
De su paso por el colegio, Manu, no tenía gratos recuerdos.
La convivencia en el aula era agradable, aunque reconocía,
aparte, que había momentos en que lo pasaba mal. Reconocía,
por otro lado, que el maestro se entregaba para que todos
los niños aprendieran; pero había algunos que no estaban por
la labor, entre ellos, él. El maestro era amigo suyo, del
que recibía buenas orientaciones, para que, después, las
echara en “saco roto”. Sin embargo, le agradecía que, al
menos, le enseñara a leer, porque, en el fondo, era lo único
que le gustaba, Ahora, fuera del colegio, disfrutaba con el
mejor “regalo” que había recibido: no ser analfabeto total.
Tenía presente los sabios consejos de su admirado maestro.
La palabra robar, sonaba tan fuerte, que era considerada
como pecado mortal, y aquel testimonio de un compañero,
cuando preguntó el maestro si algún niño había tenido la
tentación de robar; el compañero que se consideró culpable
de un pequeño hurto, se expresó así: “lo hice en un momento
de debilidad, por una tontería, y por no ser menos que los
demás de la pandilla, y todavía me avergüenzo de haberlo
hecho”.
En la escuela se debatían cuestiones acerca de las
desigualdades e injusticias, que traían a menudo de cabeza a
los padres, entre otras cosas porque les obligaban a
replantearse incómodos asuntos de conciencia. Así, que se
exponían claros ejemplos de solidaridad, para hacerles ver
que, aquellos que tenían una gran familia, eran alumnos
privilegiados.
Cuando llegaba el momento de la lectura, de la pequeña
biblioteca de aula, el maestro, sacaba los libros que más
gustaban a los alumnos, donde destacaban “Platero y yo” y
“El Lazarillo de Tormes”. De este libro, Manu, recordaba los
episodios que le tocó vivir a Lázaro, en particular “el del
vino, hasta que el ciego se dio cuenta” y “el de las uvas,
donde el propio ciego, de nuevo, le ganó la partida”.
El libro de Lazarillo le caló tan hondo a Manu, que, a
veces, soñaba que el protagonista era él. Una vez, su sueño,
tuvo tantos visos de realidad, que llegó a comentarlo en la
clase, teniendo el maestro una oportunidad para hacer una
lección ocasional. Manu, comenzó a narrar su sueño, vivido
como Lazarillo del ciego: “Visitábamos una feria de ganado
-lugar apropiado para mejorar nuestra economía- en una
localidad de nuestro itinerario habitual. En la feria había
vacas, ovejas, cerdos, caballos, gallinas… y a mí se me
ocurrió hurtar una gallina, que diligentemente, entregué al
ciego. Éste, para demostrarnos que una persona legal, me
reprendió, dando gritos para llamar la atención de la
concurrencia. Yo salí corriendo, con la gallina, dejando al
ciego abandonando”.
Manu, que no llegó a finalizar su escolaridad, como hemos
dicho, de forma espontánea se dirigió hacia la banda juvenil
del barrio. No podía ser de otra forma, ya que era el lugar
natural donde se dirigían los inadaptados al grupo normal.
Por sus características especiales no podía tener sitio en
otro tipo de organización juvenil. Tratándose de la banda
juvenil, este grupo patológico estaba abierto a diversos
tipos de inadaptados, especialmente delincuentes. ¿Se
encontraba, Manu, en esos momentos, en esta categoría? Él
era un inadaptado al clan familiar, por circunstancias ya
conocidas, pero la banda juvenil no podía liberarlo de la
ligazón familiar.
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