Con el resultado final al margen,
porque al fin y al cabo un partido de fútbol puede ganarlo
cualquiera de los dos equipos por factores ajenos a sus
méritos, la final de la Eurocopa que ayer disputó España
ante Alemania deja, por encima de todas las demás, una
lectura de lo que es la nueva España. Atrapada durante
cuatro décadas en la red del franquismo, a nuestro país le
ha costado casi otro tanto liberarse de todos los complejos
con que esa etapa cargó nuestro subconsciente colectivo. El
Campeonato de Europa de fútbol por naciones no es más que
eso, un juego, pero nadie puede abstraerse del peso que
tiene este deporte a todos los niveles en nuestro país, en
el Viejo Continente en general y, por extensión, en
prácticamente todo el mundo. Ante esa audiencia potencial
que abarca el planeta íntegro España ha enterrado durante
las últimas tres semanas muchos de los tópicos que había
alimentado durante años. El fenómeno viene a ser, salvando
las distancias, similar al que protagonizó la selección
francesa que ganó el Mundial de 1998. Los bleus que se
llevaron la Copa del Mundo dieron un vuelco a la imagen que
de sí mismos tenían los franceses: allí había un montón de
inmigrantes, un montón de negros, un montón de magrebíes...
Nuestro país, que apenas está empezando a acostumbrarse al
peso de la inmigración, aún no emite una impresión similar,
pero sí proyecta la imagen de un grupo de jóvenes de todos
los rincones del país, Euskadi y Catalunya incluidas, que
han sabido dejar de mezclar churras con merinas y dedicarse
a lo que realmente saben hacer. Por desgracia, muchos
políticos españoles, el lehendakari Ibarretxe el primero,
sigue empeñado en crear más problemas a sus ciudadanos que
en resolvérselos. La España que proyecta la selección tiene
el valor de haber ganado y de haberlo hecho con convicción y
estética. El resultado es importante, pero a veces la imagen
lo es aún más, y este equipo ha proyectado la del país
moderno, educado y preparado que deseamos.
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