El sol hace rato que anda vagabundeando alrededor de su
cenit y los rayos, que suelta eternamente, caen como hilos
de plomo sobre las cabezas de un grupo de niños que
corretean por los vericuetos de un solar cercano al colegio
de donde acaban de salir.
Eugenio Tinoco es un amigo de la infancia con el que
acostumbraba a jugar en ese descampado de la calle de La
Legíón esquina a Teniente Pacheco. Jugábamos, con otros
muchos chicos, a un montón de juegos que hoy en día no los
veo por ningún lado. No existían ninguno de los actuales
juegos, electrónicos o mecánicos, con los que ahora juega mi
hijo pequeño.
Lo más que podíamos tener eran unas bolitas de cristal
multicolor (a veces fabricábamos nuestras propias bolitas
con el barro que recogíamos los días de lluvia y que
“horneábamos” en aquellas candelas de hierro forjado
alimentadas por carbón), fichas hechas con tapas de cerveza
y coca-cola, aros de hierro que arrancábamos de los viejos
barriles y que guiábamos con unos gruesos alambres doblados
adecuadamente y que cogíamos, sin permiso, de un taller que
se dedicaba a realizar los arcos de luces de las ferias de
Ceuta (coloreaban las bombillas a mano introduciéndolas en
botes de pintura).
Con Eugenio y otros muchos formábamos equipos de fútbol
callejero, con pelotas de trapo, y jugábamos nuestros
partidos en el callejón ciego que existía, existe aún, al
final de la calle Teniente Pacheco. A medida que crecíamos,
nuestros campos de fútbol fueron ampliándose y ocupábamos la
plaza del Teniente Ruiz, la calle General Yagüe (con ventaja
del equipo que tenía la portería arriba de la cuesta) y a
veces la calle Fernández. En todas siempre teníamos quejas y
reclamaciones de los vecinos… ¡qué recuerdos!
Pasaba muchas tardes en casa de Eugenio, donde la guapísima
mamá me daba trozos de pan untados con aceite y, de vez en
cuando, media libra de chocolate que me llenaba de gozo. Sin
embargo, lo que más me atraía de la familia Tinoco
-compuesta por el padre Claudio, la madre cuyo nombre no
recuerdo, y dos hermanos más: Goyo, el mayor, y Pepito, el
pequeño, creo que se llamaban- era la labor que el padre
Claudio Tinoco realizaba en un cuartito de la casa sobre un
tablero de dibujo. Estaba, cada día, dibujando historietas
de tebeo y se pasaba horas y horas dibujando un personaje
que fue famosísimo en aquellos tiempos.
Claudio Tinoco Caraballo, nació en Ceuta un 20 de agosto de
1920. Vivía en un edificio de la calle del Teniente Pacheco,
esquina a La Legión, frente por frente a aquel bar-tienda
del inolvidable Leoncio. En los años cuarenta comienza a
trabajar en serio en el mundillo del tebeo con la Selección
Aventurera y la serie Mc Kay de la Policía Montada del
Canadá. Posteriormente colabora con Hispano-Americana de
Ediciones, y al mismo tiempo con la revista Juventud Audaz
de Editorial Valenciana hasta que el 1959 pasa a la nómina
de Editorial Bruguera y empieza a dibujar su personaje mas
emblemático: “El Capitán Trueno”. Se empezaría a publicar en
1960 en la colección El Capitán Trueno Extra, y a partir del
Pulgarcito nº 1531 desde el 5 de septiembre de 1960, a razon
de una doble página central en la revista de carácter
semanal. Sin embargo, la fama se la llevó Ambrós, el
dibujante jefe de la Editorial
En 1965, sale editada su última colección para el mercado
español, y quizá la que más pervive en el recuerdo de los
que la conocieron. “El pequeño Sioux” por Iberomundial de
Ediciones. Desde este momento entra en “Ediciones Aventuras
y Viajes en París” para quienes trabajaría hasta 1980.
Claudio Tinoco fallece el 6 de abril de 1993, a los 72 años,
en el más completo anonimato y sin tener reconocimiento
público honrando la ingente obra realizada merced a su
prodigiosa mano de dibujante.
Puedo ratificar, y lo redacto, que de Claudio Tinoco aprendí
a manejar el lápiz con cierta soltura, no quiero decir que
haya sido, realmente, mi maestro en el arte del dibujo pero
sí puedo afirmar que las horas en que me permitía observarlo
–con la única condición de no molestarlo lo más mínimo- fui
asimilando su manera de manejar el lapicero y quizás me
hubiera convertido en un dibujante de cómics si no fuera
porque emigró de Ceuta en aquellos años difíciles. Sin
embargo, aquella observación mía de su manera de trabajar
los dibujos quedó tan arraigada que, posteriormente, me
sirvió para mi actual profesión. ¡Y mucho!
Sirva éste humilde artículo como sencillo homenaje al
recuerdo de un ceutí que dejó nuestra tierra movido por las
circunstancias económicas de entonces y que merece algo
mucho mejor por parte de quienes deberían rendirle un
homenaje póstumo como reconocimiento a su labor (ya sea por
las autoridades ceutíes como la gente interesada de verdad
por la cultura en general). Una labor plagada de abundantes
deseos de mantener alegre e interesada a un amplísimo sector
de la población española de aquellos tiempos a través de sus
dibujos y las ejemplares historietas que contaba.
De la familia de Claudio Tinoco Caraballo nunca más supe
hasta hace poco y de verdad que lo siento, por cuanto
quisiera saludarles para demostrarles mi afecto a tan
singular dibujante que ahora está en los Cielos, al que, en
cierta medida, le estoy agradecido por haberme permitido
aprender.
Pero ahora, después de un año residiendo en mi ciudad natal,
¡oh, paradoja!, me encuentro con que en “El Pueblo de Ceuta”
están familiares de aquél entrañable Claudio Tinoco
Caraballo y nada menos que en la cúspide del diario… ¿qué
mejor medio para demostrar lo que aprendí del dibujante que
ahora está en los Cielos? Mis caricaturas publicadas de
personajes ceutíes, y que seguiré publicando dependiendo de
la disposición del editor, dan verdadera fe de lo que
aprendí.
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