Hace muchos años, allá por los
tiempos de Maricastaña, jugaba el Córdoba en Primera
División y era entrenado por Marcel Domingo: aquel
portero francés que jugó en el Atlético de Madrid. El equipo
cordobés había ganado fama esa temporada de ser muy fuerte
en su estadio del Arcángel. Y las victorias se sucedían.
De pronto, la buena racha se truncó y el equipo local
comenzó a ceder puntos. Alguien, con peso específico en la
directiva que presidía el incombustible Rafael Campanero,
miró a los componentes del palco y sacó sus conclusiones: su
equipo empezó a perder desde el primer día que fue invitado
a presenciar los partidos un obispo, procedente del País
Vasco, que había sido destinado a Córdoba.
Y el directivo, ni corto ni perezoso, divulgó lo averiguado
y por Córdoba se corrió la voz de que el gafe era el obispo.
A partir de ese momento, en cuanto se adelantaba en el
marcador el conjunto visitante, los aficionados miraban
hacia el palco presidencial aunque guardando la compostura
porque no era tarea fácil arremeter contra una autoridad
eclesiástica.
Ni que decir tiene que los asiduos al palco pedían a todos
los santos, cada domingo de partido, que el obispo no
acudiera al estadio. Pues daban por seguro que los rumores
que circulaban sobre la mala suerte que le traía al Córdoba
le habían llegado al obispado.
Pero su eminencia, que, de haber dejado de asistir a los
partidos, habría quedado para siempre en la memoria de los
cordobeses como un jettatore (individuo a quien se atribuye
el poder de influir maléficamente o de atraer la desgracia,
voluntariamente o con su sola presencia), decidió soportar
con dignidad y buen temple la acusación que sobre él pesaba.
Porque es de mucha gravedad, más de lo que muchos puedan
imaginar, ser tenido por cenizo.
De ahí que un domingo, Omar, un extremo
extraordinario, hizo un gran gol. Y un gol, entonces, le era
suficiente para ganar a los cordobeses en su casa. Y
cuentan, que al finalizar el partido, el obispo gritó hasta
quedarse afónico: “¡Coño, coño, coño... el gafe no era
yo!...”.
Bien le valdría a José Luis Rodríguez Zapatero, en
estos momentos, pensar detenidamente si no comete un error
al presentarse en Viena para ver la final de la Eurocopa.
Porque fue anunciar su presencia en Austrias y principiaron
los periodistas a propagar su jettatura. Entiéndase
individuo que atrae la desgracia.
Una acusación que encierra mucha maldad. Más que si le
estuvieran catalogando de corrupto o comparándole con
Berlusconi. Por poner un ejemplo de político
perteneciente a una derecha que quiere que Europa retroceda,
precisamente a los tiempos de Maricastaña.
Ser tenido por gafe es muy grave. Y si no que ZP se lo
pregunte a un socialista tan desgraciado en ese aspecto como
Luis Yañez. Quien ganó fama de ruina y donde iba la
gente evitaba hasta darle la mano. De modo que si el
presidente del Gobierno no hace caso a las acusaciones y
aparece en el palco de autoridades para ver el partido entre
españoles y alemanes, además de acopio de valor, debería
encomendarse a todos los santos. Porque si la roja pierde,
seguro que lo culparán a él. Menudo trago. Y será además la
derrota más sonada de su vida como político.
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