Leo, a primera hora de la mañana,
a un columnista reputado que denuncia, una vez más, cómo
despilfarran el dinero público los cargos en las autonomías,
diputaciones y ayuntamientos. Habla de sueldos elevados y
sinecuras con el dinero de los contribuyentes. Y enumera
ciertos privilegios que los políticos vienen disfrutando
como si tal cosa.
He aquí algunos: “Uso indiscriminado de coches oficiales,
contratación discrecional de asesores, despilfarro en
telefonía móvil, tarjeta de créditos, comidas en
restaurantes de lujo, viajes en primera clase, gastos
representativos y, en general, todo un suntuoso tren de vida
que sus beneficiarios jamás se permitirían si tuviesen que
sufragarlo de su propio bolsillo”.
Tales privilegios consiguen estimular la alacena de mi
memoria y veo con claridad la figura de Antonio Álvarez.
Arrumbador de las Bodegas Caballero que destacó bien pronto
en la defensa de sus compañeros y que, por sus ideas
políticas, estaba más veces entre rejas y apaleado, que en
su lugar de trabajo. Tampoco se libraba su mujer, Isabel,
apodada La Pasionaria, de sufrir vejaciones y encierros. El
matrimonio vivía en una casa colindante con la mía en la
calle de Federico Rubio, en el Puerto de Santa María.
Antonio Álvarez fue el primer alcalde comunista en las
primeras elecciones democráticas. En aquel tiempo, yo
entrenaba al equipo local y dado que al alcalde le chiflaba
el fútbol, y además me había visto crecer, gustaba de hablar
conmigo en cuanto se propiciaba. Y durante nuestras charlas,
sentados a una mesa fuera de un bar de la Ribera del
Marisco, solía decirme que sus compañeros comunistas querían
defenestrarlo porque le acusaban de “haberse aburguesado”.
El aburguesamiento del alcalde consistía en ocupar un sitio
preferente a la vera del presidente del club en el palco del
José del Cuvillo, los días de partido. Comer jamón y
langostinos, cuando se encartaba, porque nunca antes había
tenido la oportunidad de hacerlo. Por falta de medios y
porque se había pasado media vida en la cárcel. Y, sobre
todo, terminó por ganarse la inquina de los suyos cuando un
día apareció vistiendo una chaqueta azul, cruzada, y
pantalón gris. Sus compañeros de la izquierda hicieron de
aquello un drama. Y Antonio, hombre honrado, que se
distinguía por su educación y porque nunca le pudo el rencor
de los ultrajes padecidos, sufrió en sus carnes la
persecución de los propios.
Lo que va de ayer a hoy. Metido ya en comparaciones, me he
acordado de cuando yo mantenía relaciones laborales con
Juan Vivas y cada mañana acudía a visitarle a su
despacho para cambiar impresiones sobre mi cometido en el
llamado entonces IMD. Era Vivas, en aquellos años, un
funcionario poderoso. Afincado en el despacho de una oficina
en la que hacían cola empresarios y políticos buscando
asesoramientos. Y todos salían confortados y hablando
maravillas de un hombre que andaba obsesionado con evitar
cualquier acción que pudiera ser tomada como un signo de
fastuosidad.
Ejemplo: una mañana acudimos, como otras veces, al ‘Milord’;
él para tomar su té y yo mi café con leche. El local estaba
abarrotado y la gente le saludaba ya con efusión. A la hora
de pagar, Vivas se dirigió a mí: “Paga tú..., que no me
gusta hacer ostentaciones”. Eran, sin duda alguna, otros
tiempos.
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