Las últimas cifras de maltrato publicadas por el Registro de
Víctimas de Violencia Doméstica recogen 10.645 condenas
firmes contra mujeres agresoras. Y hay más de 41.000
fichadas como maltratadoras. La cifra de denuncias desde que
se creó este registro en 2004 no deja de crecer.
El año pasado ya fueron 11.604 y éste lleva 4.008. Son datos
de violencia doméstica donde no se especifica si se trata de
una mujer contra otra, contra sus padres, hijos. Pero hay
hombres que se quejan de que lo que ellos sufren también es
maltrato de género y de que nadie les hace caso. La Ley de
Violencia de Género, con su diferencia de penas para hombres
y mujeres, la ven como una agresión añadida. Como una medida
que hurga en la desigualdad en vez de perseguir lo
contrario.
Que hay mujeres que agreden no cabe duda. Y que matan. ¿Está
el teléfono para hombres que ha anunciado el Ministerio de
Igualdad destinado a estos hombres que sufren? En parte,
quizá sí, pero en ámbito de la Igualdad prefieren no hablar
de “hombres maltratados”, para que no se confundan las dos
realidades, la violencia sobre las mujeres, mayoritaria y
distinta, dicen, de la que puede afectar, por otros motivos
a los hombres.
Los expertos llaman a las conductas agresivas de las mujeres
violencia a secas, y aseguran que, en muchos casos, se trata
de mujeres que se revuelven ante un maltrato continuado, que
se defienden. Eso es lo que le dicta su experiencia a Andrés
Montero, director del Instituto de Psicología de la
Violencia y a Miguel Lorente, que después de 20 años
estudiando estos fenómenos, es ahora delegado del Gobierno
para la Violencia de Género. “En estos casos suele tratarse
de conflictos abiertos, rupturas de pareja, respuestas a un
maltrato similar al que sufren”, dice. Hilario Sáez, de la
organización Hombres por la Igualdad de Sevilla, pone otros
ejemplos: “Existe también la mujer que en lugar de romper
con la relación que no le agrada, lo canaliza en violencia”
que puede durar años. “Esto se da mucho entre mujeres de
edad avanzada a las que la idea de un divorcio les resulta
impensable, por ejemplo”. ¿Quiere esto decir que todas las
mujeres son santas y que siempre que maltratan tienen una
razón para justificarse?
De ningún modo. “La historia tiene casos de mujeres que
envenenaron a sus maridos para quedarse con sus propiedades
o que son asesinas, sin más”, dice Sáez. Pero advierte que
no se debe confundir eso con otra categoría, la de las
mujeres mandonas o las que machacan a sus parejas porque
quieren convertirlas en lo que no son ni fueron nunca. Esa
típica frase de “no me gusta, pero ya le cambiaré yo”.
También Lorente establece alguna categoría. “Es cierto que
hay maltrato psicológico, pero hay que demostrar que eso ha
existido de forma continuada y que ha causado un daño, no
basta decir ‘es que mi mujer nunca me deja ver el fútbol’.
Porque a veces el jefe también nos machaca día tras día y no
tenemos alteraciones psicológicas”.
Pero ahí están las denuncias y lascondenas. Si esto fuera un
debate en directo, aquí terciaría para apoyar esas cifras la
ex decana de los jueces de Barcelona, Maria Sanahuja. Opina
que, además, hay hombres que sufren en silencio porque no se
atreven a denunciar. “Ellos tienen tanta vergüenza como
tenían las mujeres tiempo atrás, y ahora mismo, que muchas
no lo cuentan ni siquiera a su familia. Hace años, cuando
llegaban mujeres a denunciar maltrato apenas se las atendía.
Ahora les pasa a ellos, que sufren el mismo tipo de
maltrato”, dice.
El asunto es peliagudo. Los que coinciden en muchas cosas,
no se ponen de acuerdo en esto. Hilario Sáez rebate lo de la
vergüenza. “Dicen que ellas ponen denuncias falsas pero
nadie cuenta, porque esas cifras no están desagregadas, las
que ponen ellos y no son ciertas. Y estoy seguro de que hay
muchas, porque se lo recomiendan sus abogados. En 1966 se
creó en Zaragoza una asociación de maridos oprimidos. ¡En
1966! Para que luego digan que los hombres no denuncian por
vergüenza”.
Seguramente hay casos para ilustrar todas las teorías. El de
Íñigo habla inequívocamente de los problemas que tienen
algunos para contar su sufrimiento a un juez que entre risas
le dijo: “A mí esto me lo hace mi mujer y le doy dos hostias
que la mato”. Todo un ejemplo. Ya se ha jubilado.
Pero ya la policía le había dicho con anterioridad, cuando
acudió a ellos a denunciar, que lo dejara correr, que se
volviera a casa, que iba a perder a los niños. “Esta
señora”, como llama Íñigo a su ex pareja, “me pegaba incluso
delante de los psicosociales”. Las agresiones físicas no
llegaron a mayores porque él salía huyendo, pero la espiral
de maltrato psicológico le ha dejado a este hombre, de 47
años, hundido. Sólo una alegría, que tiene la custodia de
sus dos hijos.
Íñigo, un vallisoletano que oculta su nombre real, habla de
una “señora” a la que rescató de un mundo sórdido, con
infancia terrible y drogas en la juventud y de la que se
enamoró ciegamente hasta casi perderse en los mismos vicios.
Dice que siempre estuvo “amargada” y que se casó para
quedarse con el piso que él tenía en propiedad. “Me anulaba
como persona, yo no valía nada, todo lo hacía mal; si
limpiaba, mal; si cocinaba, mal”. Luego nacieron los niños y
heredaron los malos tratos. En aquella casa volaban los
ceniceros sobre la cabeza del marido, y los cuchillos, y
también recurrió al veneno, dice Íñigo. Pero, a pesar de su
fuerza física -la mujer ha sido albañil-, él conseguía
escapar. “Es un tío, es como un hombre. Estoy amenazado de
muerte y a mi familia la ha agredido en ocasiones”, relata,
con el sufrimiento de remover el pasado. Se separaban cada
dos por tres, pero ella volvía llorando y él la acogía de
nuevo. “Aún hoy tengo sentimientos... Pero ella utiliza a
los hombres, los manipula, por dinero, por sexo. Ya no tengo
confianza en mí mismo y eso que estuve en tratamiento porque
mi vida perdió el rumbo. Tuvimos los niños, pero nunca se
portó bien, no tenía el rol de madre. Luego me obligó a
hacerme la vasectomía. Tenía un esclavo a su servicio”.
Los jueces resolvieron y ha pasado el tiempo. Ahora le
quedan miedos, insomnio e inseguridad. La “terrible y cruel”
experiencia de este hombre serviría a Maria Sanahuja y a
otra destacada feminista, Empar Pineda, como muestra para
que “se deje de ocultar una realidad, que aunque sea en una
proporción mínina, existe: los hombres maltratados.
Ocultarlo no beneficia a nadie”, dice Pineda. Por eso, a
ambas les indigna que la Ley de Violencia de Género castigue
con penas mayores la violencia de género, es decir, la que
ejercen los hombres hacia las mujeres, la más extensa y
generalizada del planeta y la que reconoció como tal la ONU
hace más de una década. “La que ejercen las mujeres también
es violencia de género, sólo que ellas no usan el músculo,
sino la cabeza, pero tratan de hacer lo mismo”, dice
Sanahuja.
Pero hay una corriente mayoritaria de feministas, hombres y
mujeres, a los que el caso de Íñigo les serviría para
demostrar lo contrario. Que la violencia que ha sufrido es
sólo violencia, sin apellidos, y que está perfectamente
amparada en el Código penal sin tener que recurrir a
agravantes. “A veces se valora la violencia por el
resultado, la muerte, por ejemplo, pero la diferencia está
en la motivación de la que parte esa violencia y el objetivo
que busca; es el significado y no el resultado lo que nos
hace humanos: en el caso de los hombres se busca la
dominación permanente y para ello usan la violencia. Y en
eso se encuentran legitimados”, dice Lorente. Y sigue: “La
ley no pena una conducta más que otra, sino que pena más una
conducta que es más grave, porque la violencia de los
hombres se hace con cierto amparo social.
Cuando los hombres matan, la sociedad todavía no lo condena
como es debido; cuando matan las mujeres no encuentran ese
respaldo social; al revés, su conducta se considera
antinatural, fuera de los parámetros patriarcales,
machistas, que predominan”, resume el delegado para
Violencia de Género.
Hilario Sáez muestra otra diferencia: “Cuando son ellas las
agredidas, además se consideran culpables, algo que no pasa
en el caso de los hombres agredidos. Y ellas suelen hacerlo
para cortar la relación, mientras que en el caso de los
hombres lo hacen para mantenerlas sumisas eternamente”.
“Puede maltratar el que tiene poder, de lo contrario sería
como si el acoso laboral lo ejercieran los empleados sobre
el jefe, sería ilógico”. Sáez recurre al ejemplo de los
hijos que pegan a los padres: “Los padres son los adultos,
tienen la fuerza física, el dinero, todos los criterios para
elegir con libertad y sin embargo, algunos se dejan pegar.
Pero podrían evitarlo. Eso mismo pueden hacer los hombres en
su mayoría. No podemos confundirlo todo”.
Ahora los hombres tendrán un teléfono para ellos, como en
Noruega, para exponer sus casos sin vergüenza. “No deben
tenerla, los hombres también pueden llorar. No hacerlo parte
de la misma base machista. Eso también tiene que cambiar”,
dice Sáez.
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