Llevaba yo mucho tiempo con el
corazón encogido. Penando porque un mal hombre injuriaba a
mi presidente. La gente me decía, una y otra vez, que me
olvidara de Juan Luis Aróstegui. Que le estaba dando
mucha importancia a los insultos que éste dedicaba los
jueves a mi Juan Vivas. Que el secretario general de
Comisiones Obreras era leído por veinte personas mal
contadas. Por más que sus artículos permanecieran en la
cartelera de internet de por vida.
Pero yo andaba con los nervios desquiciados. Con el alma en
vilo; que es frase muy socorrida para expresar que a uno se
lo come el temor de saber que alguien a quien admira iba a
ser difamado un jueves más. Acosado por unos dardos
malignos. Y, claro, esperaba la llegada de ese día con las
carnes abiertas. Carcomido por la idea de que mi presidente
sufriera semejante atropello y pudiera acoquinarse. Venirse
abajo. Intimidarse. Era esa una situación que no me dejaba
conciliar el sueño. Y mucho menos dormir la siesta
reparadora y tan necesaria a mi edad.
De modo que cada jueves, casi de madrugada, me echaba abajo
de la cama y salía disparado hacia el ordenador y tecleaba
con nerviosismo y canguelo propio de matador de ‘los
victorinos’, para enfrentarme al libelo del tal Aróstegui.
Angustiado, temeroso de que éste siguiera diciéndole a mi
Vivas cobarde, melifluo, pusilánime, embaucador...
Y me entraban náuseas. Y me daba una rabia infinita. Y hasta
se me escapaban gritos de desesperación que llegaron a
despertar a los vecinos del segundo. Que pensaron que me
estaba volviendo loco de atar. Y salía a la calle pidiendo a
mis conocidos que hicieran novenas a todos los santos para
que mediaran en el asunto con el fin de que cesaran tales
infundios contra nuestro presidente.
Y para convencer a tales conocidos les hacía el artículo de
mi Vivas. De nuestro presidente de la Ciudad. E insistía en
que había que pedirle a quien correspondiese para que nos lo
preservara de todo mal. Porque pasarían muchos años antes de
que saliera otra persona capaz de conducirnos por los cauces
de tranquilidad, bienestar y sosiego que Ceuta estaba
consiguiendo con él.
Incluso estuve tentado de acudir a sitio donde hay alguien
que suele echar mal de ojo por encargo. Un mal pensamiento
lo tiene cualquiera. Máxime cuando estaba en juego la
reputación de quien uno había elegido como ídolo. No entraba
en mi cabeza que mi Vivas, quien vivía sólo y exclusivamente
para que disfrutásemos de un paraíso creado por él, pudiera
seguir siendo vilipendiado, ofendido gravemente: puesto en
la picota de unos jueves que me causaban trastornos muy
dañinos. Por pensar en lo mucho que estaría sufriendo el
presidente por tantas vejaciones recibidas. Sabiendo,
además, cómo le afectan a él las ofensas, los ultrajes, las
insolencias...
Y allá que me ponía, raudo y veloz, aunque atenazado por la
ira, a escribirle réplicas al malvado que ofendía a la
persona más carismática que ha nacido en esta tierra desde
que los portugueses dijeron adiós. Y mucha gente creyó que
me unían a Vivas intereses materiales. Pero a mí me daba
igual. Yo sólo veía por los ojos de mi presidente.
Imagínense, pues, la tristeza que me ha embargado nada más
enterarme de que Vivas y Aróstegui formaban una pareja de...
las que hacen comedia.
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