Hace dieciocho años, me llamó a su
despacho un empresario, tenido por testaferro del medio que
editaba, para saber si yo era capaz de escribir artículos de
opinión personalizando. Lo miré fijamente y me encontré con
un señor más que metido en carnes, con los nervios
disparatados, que se bebía una caja de Coca-cola en
veinticuatro horas y que era capaz de zamparse media
estantería de pasteles del Vicentino, en ese mismo
tiempo.
Félix Muñoz Yepes era todo un espectáculo. Y la
verdad es que aquel cuerpo orondo hasta el extremo de no
poder ser abarcado con la vista, estaba coronado por una
cabeza muy grande para poder almacenar las muchas
marrullerías y perfidias, tretas y artimañas y toda clase de
zorrerías con las que solía ganarse la vida. Y muy bien,
además. Eso sí: hasta que se descubría que todo él era una
fachada de quita y pon.
Había llegado a Ceuta convencido de que en esta tierra se
amarraban los perros con longanizas. (hay frases hechas que
siguen siendo imprescindibles). Un error que iba acompañado
del enorme desconocimiento que tenía de la gente que movía
los hilos de oro de la ciudad. Lo cual, acompañado siempre
de una jactancia chocante y de postinear cómo se podía
engañar a una Caja de Ahorros, le hacía un daño
irreversible.
A pesar de todo lo dicho, le respondí que sí; que sí
aceptaba yo escribir un artículo diario nominando a la
persona censurada. Y que tampoco me temblaría el pulso a la
hora de criticar aceradamente a las instituciones, por más
respeto que les tuviera, si las circunstancias lo exigían.
No hace falta decir que a medida que mis trabajos se iban
publicando comenzaron a llegarme los consejos de quienes
hasta entonces se reservaban los mejores espacios de los
periódicos para contar sus aventuras y, por encima de todo,
para darse pote de la mucha finura que atesoraban. Trataban
por todos los medios de disuadirme de que no escribiera lo
que les parecía una temeridad.
Practicaban, casi todos los por mí considerados sepulcros
blanqueados, un ejercicio que les era muy rentable: propagar
la mala conducta de los más débiles y resaltar las
actuaciones de los poderosos. Ocultando la manera con que
éstos conseguían riqueza y prestigio. Y, cuando se les
recriminaba semejante desfachatez, respondían con el
topicazo: “En esta ciudad nos conocemos todo y como tú
comprenderás nos debemos mucho respeto”.
No hace falta decir que mi irreverencia me ha hecho pasar lo
indecible. El primero que me traicionó fue aquel fulano
gordo, llamado Félix; luego vendrían otros: el más destacado
un editor que me dejó a merced de quienes en un mal día
quisieron matarme. Bueno, este editor no es de fiar; porque
acostumbra a dejar en la estacada a cualquiera. Pero yo he
seguido personalizando en mis columnas; sin que jamás haya
presumido de ello. Porque sé que el periódico no es mío. Y
que uno va asido a un trocito muy pequeño del carro de la
independencia.
Personalizar es lo que debería hacer Carmen Echarri.
O bien dejar de opinar. Porque es de mucha cobardía querer
denigrar a las personas omitiendo su nombre. Cobardía
compartida con su jefe. Cuando uno acusa debe hacerlo con
todas las consecuencias. O bien callarse. Que es lo que
suelo hacer yo, muy a pesar de saber todo lo que sé de esa
Casa en la cual estuve tantos años.
|