Cuando se creó el Ministerio de Igualdad lo celebré con dos
artículos seguidos defendiendo su necesidad. En otros, he
apoyado la mayoría de las políticas de presencia real de la
mujer en los puestos de gobierno y decisión, empezando por
la gran capacidad de pedagogía social del sistema de cuotas.
He expuesto, aquí mismo, mi opinión de que las mujeres son
las únicas legitimadas para decidir sobre su propio cuerpo
en el aborto. En otros, defendí la necesidad de una nueva
masculinidad enmarcada en un modelo distinto de pareja, en
el que la igualdad fuera una consecuencia lógica del
respeto.
Hago todo este discurso ideológico de presentación para
evitar, en lo posible, que nadie malinterprete mi crítica.
Se puede estar de acuerdo en lo general, la igualdad, y
discrepar en lo particular, la forma de conseguirla, sin que
esa discrepancia merezca el prejuicio de no discutirse
siquiera, sólo por el género de quien la realiza.
No estaría bien que, como reacción a las muchas
discriminaciones que padecen las mujeres, empiece a
extenderse otra no menor: despachar como «machista» toda
crítica que reciban. Aunque, a veces, sólo a veces, sean
bastante razonables. La ministra Aído cometió diversos
errores la semana pasada. Significativamente la están
acribillando por el menor de ellos, un lapsus de lenguaje.
Los mismos que critican la frivolidad en la política
enseguida acuden al lenguaje de zarzuela y copla para
reducirla a anécdota. Y, de paso, denigrarla hasta su propio
nivel de intolerancia pretendidamente chistosa. No voy por
ahí. Si una se equivoca, lo reconoce y punto. No ha sido el
caso: la tozudez ha empeorado una nadería, convertida de
pronto en inoportuno debate lingüístico. Cuando el lenguaje
sigue sus propias leyes y se adapta a realidades. No al
revés.
Más grave me parece la desinformación generada alrededor de
ese teléfono que se anunció, torpemente, para que algunos
hombres puedan «canalizar su agresividad». Aunque luego se
corrigió, se ha perdido el efecto de presentación de un
instrumento que, desde ahora, se recibe ya con desconfianza.
No es baladí este asunto cuando, probablemente, la principal
función de ese Ministerio es extender una didáctica de la
igualdad desde la naturalidad y la formación. No es eficaz,
pedagógicamente hablando, presentar, con un lenguaje tan
negativo, un instrumento creado para involucrar al género
masculino en una sociedad mejor.
No digo que no haya mucho que corregir, sino que mejor que
el lenguaje de correccional es incidir en lo mucho que gana
el hombre con unas relaciones igualitarias. Un discurso
positivo.
No es sólo un problema de presentación sino de implicación.
Si se cree, de verdad, en esa inclusión del hombre en la
solución del problema de la desigualdad sobran las
desconfianzas. Por supuesto, mutuas.
No debería extrañarnos que un hombre, o una mujer, critiquen
comportamientos injustos de alguna mujer. Ni que eso
suponga, por sí sólo, su descalificación como machista.
Le ha pasado a Alfonso Guerra. Tan tiroteado como la
ministra pero sin nadie que lo defienda. Ni ella: «Prefiero
no contestar», que es tanto como acusarlo de lo que no es.
Por cometer la «incorrección» de sugerir que existen
denuncias falsas de maltrato, dentro de un discurso de
condena rotunda de esa lacra. Un hecho sin cuantificar pero
probado en algunas sentencias. Esas denuncias falsas añaden
más daño aún a las muchas mujeres maltratadas, se dice que
más de dos millones y medio. Los hombres que no quieren
cambiar, tristemente muchos más que los parejos dos millones
y medio de maltratadores, las utilizan para sembrar de dudas
la veracidad de las denuncias ciertas. Doblando, así, la
agresión. Pero en lugar de señalarlas como enemigas de la
igualdad, de denunciarlas, muchas prefieren que no se toque
el asunto.
Se adueña un discurso de la corrección que falsea el
entendimiento del problema.
Es políticamente inconveniente decir que hay muchas mujeres
testigos de maltratos, por supuesto no las víctimas, que los
consienten en otras o les quitan importancia. Ni madres que
educan a sus hijos en que es normal que ellos vean la
televisión mientras ellas, o sus hermanas, hacen la casa. Ni
señalar la incongruencia de que esos machitos despectivos
encuentren siempre pareja. Falta algo de autocrítica.
|