Antonio Barrientos, médico
alergólogo, supo un día que la medicina no era lo suyo.
Amante de la buena vida y de lucir palmito en una costa
donde los chorizos tienen siempre cabida en los mejores
círculos, se hizo socialista para denunciar las tropelías
del GIL. Y se convirtió, de la noche a la mañana, en
Atila, azote de Jesús Gil.
Barrientos pactó con todos los partidos hasta conseguir
echar de la alcaldía a los ‘gilistas’ y coronarse él como el
rey del nuevo edén de la construcción en la Costa del Sol.
Fue ganando fama de mecenas provinciano y mostraba
apetencias de ser tenido por hombre de cultura singular.
Pronto comenzó a dejarse ver entre artistas, toreros y
futbolistas. Quienes, en cuanto podían y podían siempre,
destacaban la bonhomía del alcalde de Estepona. Un auténtico
caballero en todos los sentidos.
Rodeado de asesores. Uno de ellos, muy versado en los
entresijos periodísticos, le recomendó que haría muy bien en
darle vida a un programa cultural: ‘Estepona, Ciudad del
periodismo’. Que sería el mejor reclamo para asegurarse la
presencia de figuras destacadas de los medios de
comunicación. Y con ellas, sin duda, se aseguraba un trato
privilegiado por parte de quienes cada año llegaban a
Estepona para ponerse de todo hasta... donde la espalda
pierde su nombre.
La popularidad del alcalde de Estepona fue subiendo como la
espuma desde que en 2001 logró su propósito. Y hasta
despertó la curiosidad de otros alcaldes. Que no dudaron en
preguntarse cómo sus asesores no le habían dicho nada sobre
los beneficios que reportaba patrocinar un acontecimiento
calcado al que se celebraba ya en el pueblo malagueño.
Y los alcaldes comenzaron a llamar a Barrientos para rogarle
encarecidamente que se dignara a firmarles un protocolo de
amistad. Con el único fin de que éste les pusiera al tanto
de cómo se las había apañado para conseguir un éxito tan
rotundo con ‘Estepona, Ciudad de Periodismo’.
Los alcaldes no se habían preocupado de hurgar en los
avatares de la azarosa existencia de un Barrientos que ya
había recurrido a los políticos del Gil; otrora tan
perseguidos por él, para que les explicara la regla madre
del partido que había propiciado la ‘Operación Malaya’: ser
gestor más que político para ganar mucho dinero y repartirlo
entre unos pocos. Y, en cuanto se aprendió esa ley no
escrita, se convirtió en un Midas que convertía los
descampados del pueblo en las Minas del Rey Salomón.
En abril, aguas mil, hace a las puertas cerrar y abrir, y a
los cochinos gruñir, el alcalde de Estepona arribó a Ceuta y
fue recibido como si fuera un redivivo Mohammad Reza
Phalevi, último Shar de Persia. Cierto es que Barrientos
impresionaba. Por su porte de galán y por la fuerza que
transmitía quien se sabía ya poderoso en todos los sentidos.
El alcalde de Estepona se presentó en la ciudad acompañado
de un séquito que lo trataba como si fuera un Kennedy
español. La recepción que le dispensaron los políticos
locales poseía un boato digno de los siglos pasados. Todo se
magnificó mediante escenas barrocas celebradas en la rotonda
del llamado pomposamente, Palacio de la Asamblea. Y nadie se
percató de que el pobre Barrientos era ya motivo de
escándalo público.
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