Sudoroso y satisfecho tras superar
más de un obstáculo, desciendo por Tattiouine (localidad de
sonoro nombre tamazigh emparentado con Tetuán) después de
una emocionante travesía de unas cuantas decenas de
kilómetros, no exentos de riesgo, a través del circo de
Jaffar, tras recorrer un severo anfiteatro de piedra de
bravía belleza salpicado de enebros, tuyas y cedros entre
los que discurren limpios manantiales poblado, de vez en
cuando, por alguna tienda de lana negra, cálido hogar de la
población trashumante bereber que pastorea por los
alrededores; tras unas rocas y en medio de un curso de agua
del que aprovisionan los odres de sus borriquillos y mulas
dos mujeres aun jóvenes, de limpia sonrisa, ojos claros y
nervudos brazos morenos rodeadas de media docena de niños de
diferente edad, confirman alegremente el camino obsequiando
de paso al viajero con miel y una redonda torta de “agrum”
(pan en tamazigh). Vigilante, desde lo alto señorea el
paisaje la altiva cumbre del “yebel” Ayachi que, con sus
3.700 metros de altura, aun conserva por esta fecha alguna
que otra lengua de nieve.
Antes de bajar hacia Midelt y en lo alto de un puerto de
unos 2.250 metros de altura un alto físico en el camino
para, en un breve pero intenso viaje introspectivo descender
para encontrarse con el Yo profundo. Oteando el panorama e
inhalando bocanadas de aire puro, va brotando lo obvio
dejando en el sumidero la vanidad ridícula de la vida. Las
piedras son piedras, los árboles, árboles y los pájaros,
pájaros… Tan solo el hombre, escalando penosamente por esa
pirámide de Babel que es este mundo en el que apenas logra
entenderse, pretende ser otra cosa. Todos trillamos por los
mismos pagos, dando círculos como en las eras de Castilla
sin llegar jamás a ningún sitio. Buscamos inútilmente
referencias entre el “deber ser” orteguiano y el “ser”
unamuniano, sin reparar en que al fin y a la postre el único
estereotipo que podemos y debemos ser, es lograr ser, ni más
ni menos, ¡nada más que nosotros mismos!. Si Freud puede
ayudar en parte a explicarnos la primera mitad de la vida,
traspasado el Ecuador y entrando en la cincuentena Jung nos
explica el derrotero antes de arribar al puerto… en el que
echaremos un ancla eterna. Atravesando ese momento que
divide la expansión de la primera mitad de la vida con la
introversión que domina la segunda, asoma junto a la sombra
del inconsciente Yo personal la sombra colectiva de la
historia de la humanidad, en la que al lado de lo bueno y
numinoso navega la maldad, lo oscuro, los mitos, arquetipos
y símbolos con los que cada uno pugna por entenderse a sí
mismo y a los demás. Es ahora, precisamente, cuando el Yo
debe volver a sus raíces para, desde ellas, ganar fuerzas y
encarar vitalmente la nueva etapa que acecha, callando.
Por el pedregoso camino alguien se acerca… De lejos, creía
ver un animal. Se aproxima y me doy cuenta que es una
persona. Se acerca más… ¡y descubro que es mi hermano!.
Todos somos Uno y en el Uno somos Todo. De la nada venimos y
a la nada volvemos. ¡Para qué tanto esfuerzo, qué sentido
tiene el sufrimiento de la vida…! Aceptémonos tal y como
somos perdonándonos a nosotros mismos, asumiendo y viviendo
alegremente cada día como un instante más de regalo antes de
enterrarnos en el polvo insondable.
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