Dicen que el espíritu humano
avanza de continuo, pero siempre en espiral. Los auténticos
matemáticos, pioneros en descifrar el lenguaje del universo
mediante fórmulas algebraicas y de cifrar caracteres como un
visionario poeta que navega por el espacio del aire, saben
que es una curva iniciada en un punto central y que se va
alejando progresivamente del centro a la vez que gira
alrededor de él. Suelen definirla con una función que
depende de dos valores: el ángulo del punto respecto a un
eje de referencia, y la distancia desde este punto al punto
central en base al ángulo. En las matemáticas, sin duda, es
donde el pensamiento encuentra los elementos que más ansía:
la continuidad y la perseverancia.
Hoy como ayer, nos sorprenden nuevas formas geométricas en
el cosmos y también nuevos signos de lógica matemática en un
mundo globalizado que no deja de moverse en los cuadrantes
de la espiral. Europa, que tiene su espacio y su punto en la
constelación de la vida, precisa de mentes propicias para
enfrentarse a los nuevos retos, como son: la mundialización
de la economía, la evolución demográfica, el cambio
climático, el abastecimiento de energía y hasta las nuevas
amenazas para la seguridad. No es posible que la espiral
retroceda si queremos seguir sintiéndonos vivos; y, pensar
volver al punto prehistórico, sería el mayor de los
absurdos.
El no irlandés no es un fracaso, salvo cuando se tirase la
toalla. Y si lo fuera, es una gran oportunidad para visionar
el ángulo del punto respecto en el que nos encontramos y
extraer conclusiones precisas como lo haría un verdadero
matemático. A veces, en la espiral de esta contada y cantada
existencia, te asaltan púas que no pueden ser muros, hay que
sortearlos y saltarlos, y proseguir la curva. Está visto
que, tanto la victoria como el fracaso, son dos imposibles
en la sucesión de puntos que nos injerta la vida, a los que
hay que recibir con la matemática cautela y también con el
saludable grado lógico de desdén.
Europa sigue estando en la ruleta de Arquímedes (también
espiral aritmética), pero lo que no se puede es pretender
instalarse en la pasividad y muchos menos seguir viviendo en
el ancestral siglo del matemático y geómotro griego. La
geométrica europeísta tiene identidad propia, lo que hay que
buscar es moverse todos, sin exclusión alguna, a velocidad
tenaz, resistente e insistente, sostenida y asegurada, firme
y decidida, sobre una recta que gira y no se para, sobre un
punto de origen singular, a velocidad que ha de ser
solidaria. Los Estados, que forman y conforman esa recta
antedicha, no pueden afrontar en solitario lo que se ha
globalizado. Sólo desde el esfuerzo colectivo se puede
responder a ese giratorio de preocupaciones ciudadanas.
Evidentemente, para ello, Europa ha de crecerse en esa
espiral hasta modernizarse y embellecerse de valores.
Precisa instrumentos eficaces y coherentes adaptados a la
matemática moderna, es decir, a la matemática de la
integración y de la fidelidad, del amor y de la lealtad. Hay
que renovar las fórmulas matemáticas de la vida en común.
Dejemos que pensadores justos den sus pautas en los
Tratados.
Bajo estas premisas matemáticas, debe ir el objetivo del
Tratado firmado en Lisboa el 13 de diciembre de 2007,
teniendo en cuenta los cambios de la espiral política,
económica y social. Pedirle a un paciente que dibuje una
espiral de Arquímedes es una manera de cuantificar el
temblor humano, esta información ayuda en el diagnóstico de
enfermedades neurológicas. Pues eso, que si el Tratado de
Lisboa se encuentra enfermo habrá que diagnosticar la
enfermedad, siempre es tiempo propicio para hacerlo, y
cuantificar el tembleque de los veintisiete. Puede que el
sobresalto, virus que atemoriza a un león, resida en las
mismísimas instituciones europeas que, no acaban de adoptar
para sí, el adaptarse. Hay arraigos que cuestan sangre,
sudor y métodos de trabajo. En cualquier caso, consolidar la
espiral europeísta democrática de la Unión y el cimiento de
los valores fundamentales, se alcanza convirtiendo cada paso
en una meta y cada meta en un paso.
Al principio vienen necesariamente a la mente el sueño y la
leyenda. Después se cae uno de ese mundo y, en vena,
desfilan las ecuaciones matemáticas. Al final, la ejecución
corona las ideas. Es cierto que hubo una fábula en el
Tratado de Lisboa. Luego, fruto de las negociaciones entre
los Estados miembros reunidos en la Conferencia
Intergubernamental, en la que participaron también la
Comisión y el Parlamento Europeo, también se puso a buen
recaudo exactos pensamientos. Ahora, en buena hora lo eleve
a la espiral del avance, han de subirse los veintisiete
Estados miembros a la curva de la felicidad. Unos lo han
probado y aprobado. Otros no se fían y lo reprueban. Cada
uno de los veintisiete Estados, (dígito que me trae gratos
pensamientos de una memorable generación literaria
legionaria del verbo), de acuerdo con sus normas
constitucionales, debe hacer sus cábalas. Fijaron como
objetivo llevar a Europa al siglo XXI, pusieron la entrada
en vigor el 1 de enero de 2009, es decir, unos meses antes
de las elecciones al Parlamento Europeo. Sólo un Galileo
puede despejar el alfabeto común europeísta, ayudado por un
Arquímedes, lúcido en demostraciones posibles, a pesar de
que pueda parecer un imposible, de que el área de uniones es
la fuerza de un círculo donde nadie apesta y todos aportan.
Se plantea una Europa más democrática y transparente. La
escucha ciudadana y el reparto de tareas ha de ser la guinda
de la espiral. También se replantea una Europa más eficaz.
Mejorar la vida de los europeos debe ser la rueda en
movimiento. Asimismo, se planta el árbol de una Europa de
derechos y valores, libertad, solidaridad y seguridad. Qué
no se seque. Hay que regarlo todos los días. En cuanto a los
deberes diarios propios del nacer de la vida, hacer de
Europa un actor en la escena global tiene su punto. Si me
permiten, un consejo último: busquen a un buen matemático
para que de la espiral se arranquen las espinas y podamos
abrazar, todos juntos, la rosa de estrellas sin miedo a los
picos.
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