Era una noche agosteña y Ceuta
celebraba sus fiestas patronales con el gentío congregado en
el Real de la Feria. En las casetas reinaba un ambiente
extraordinario y corría el vino y la alegría. Presidía la
ciudad Jesús Fortes y éste paseaba el recinto y
rendía culto a la patrona sin querer creerse que su suerte
política estaba echada. En este caso, su mala suerte. Puesto
que había una quinta columna que actuaba afanosamente para
que Antonio Sampietro se convirtiera en el próximo
presidente de la Ciudad.
Faltaba un año, más o menos, para las elecciones. Pero esa
noche Sampietro presentó sus credenciales en la caseta de
San Urbano; con el beneplácito de quienes tenían que
autorizarle a que celebrara en ella una cena con el fin de
exaltar al GIL a la categoría de partido que venía a salvar
a una ciudad que estaba deslizándose por la ladera
conducente al abismo de la ruina.
Mientras Sampietro no cesaba de hablar de su programa
electoral: un policía en cada esquina, calles limpias como
los chorros del oro, obras faraónicas y desprecio absoluto
por los políticos, ya que él se consideraba un gestor de
mucho tronío, tenía sentada a su derecha una mujer que hacía
de Belinda y que, la verdad sea dicha, concitaba
todas las miradas sobre ella.
Aida Piedra sabía perfectamente el papel que estaba
jugando. Como era también consciente de que podía presumir
de encontrarse en el mejor momento de su vida como mujer que
se metía por los ojos. Su cuerpo, en aquel entonces, era
fuerte y hermoso. Y, claro, a Sampietro se le alegraban las
pajarillas cada vez que la miraba. En aquella cena no
faltaban las bromas, ni se escatimaban los chistes, ni mucho
menos se ponía en duda el triunfo del GIL y el papel
extraordinario que le tocaría jugar a quien nunca dejó de
presumir de tener madera de playboy.
Uno de los comensales, en momento oportuno, me vendió que el
futuro presidente de la Ciudad era un personaje muy corrido
que venía de aprobar la carrera de macho ibérico en tálamos
cubanos. Y cuando le pregunté si Piedra era la esposa del
hombre que se había labrado fama de poderoso en alcobas de
milicianas de Fidel Castro, me respondió, poniendo
cara de alcahuete, que era su secretaria. O sea, la de
Sampietro.
La historia política de Aida Piedra -en Ceuta- es conocida
sólo por encima. De ella es sabido que participó en un voto
de censura contra su jefe. Harta de él en todos los
sentidos. Y a partir de ahí hizo su carrera. Se convirtió en
consejera de Turismo y recuperó el habla y la altivez de
mujer que había esperado su momento para dejar en la
estacada a un macho ibérico de pacotilla.
Piedra paseaba la sala de estar del Hotel Tryp como una
diosa garrida y miraba a los hombres cual si estuvieran
todos cortados por la misma tijera que Toni el ‘Bon Vivant’
Escupía por un colmillo. Permítanme la vulgaridad. Pero no
se le podía negar que la moza había demostrado habilidades
de altos vuelos y que a la chita callando era capaz de
conseguir lo que se propusiera.
Viene al caso referir este pasaje político, de años atrás,
porque días pasados, cuando el ex presidente presentó su
libro, la gente quería saber qué había sido de Aida Piedra;
dónde estaba y a qué se dedicaba la mujer que dejó a
Sampietro con una mano detrás y otra delante. Pues está
mejor que nunca. Y soñando con volver algún día como primera
dama de la ciudad.
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