Alfredo Pérez-Rubalcaba ha
levantado el dedo, sin temblarle el pulso porque le asiste
la ley, para advertir que el derecho a la huelga no da
derecho a alterar el orden público. Como no podía se de otra
manera, por la responsabilidad adquirida, su cartera ha de
poner orden y paz frente a doquier inseguridad que reste
libertad a los ciudadanos. Aunque la huelga es moralmente
legítima cuando constituye un recurso inevitable, como
parece es el caso ante la fuerte crisis que padece el país,
se puede volver en contra de los convocantes cuando va
acompañada de violencias.
La primera gran protesta por la crisis, ejercida por los
transportistas, nos lega un terrible mal sabor de boca. La
muerte de un miembro de un piquete en Granada. La quema de
vehículos. Heridos de gravedad por quemaduras. Amenazas y
coacciones. El Estado, pues, está en su derecho y en su
deber de garantizar la libre circulación de los ciudadanos y
su acceso a los productos esenciales.
La huelga, que es una de las conquistas más costosas del
movimiento sindical, no puede tomar como arma arrojadiza la
salvajada, debe ser siempre un método pacífico de
reivindicación y de lucha por los propios derechos. Se
pierde este derecho cuando se actúa de otra manera. Lo
normal es recurrir a procedimientos de negociación, con la
obligación de respetar un determinado quórum y de obtener el
acuerdo de una mayoría. Ahora bien, tampoco es de recibo ser
objeto de sanciones por realizar o intentar realizar una
huelga legítima.
En cualquier caso, el abuso de la huelga puede conducir a la
paralización de toda la vida socio-económica de un país, y
esto es antagónico a las exigencias del bien común
colectivo, que corresponde asimismo a la naturaleza bien
entendida del trabajo mismo. No es de recibo, en suma,
convertir una legítima medida de presión en un verdadero
chantaje del que son víctimas los ciudadanos, y casi siempre
los más indefensos y con menos recursos.
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