A la espera de ver si se
sustancia, hoy, la amenaza de la Asociación de
Transportistas de Ceuta de sacar sus camiones a la calle
para “montar el taco”, como dijo el martes que harían su
portavoz, la huelga del sector lleva ya 72 horas dejándose
sentir con unas consecuencias impensables en toda España
salvo, paradójicamente, en la ciudad autónoma, que hasta
ahora ha lidiado con ella como si no existiera. La muerte de
un piquete informativo el martes y el incendio de varios
camiones ayer, enfrentamientos entre huelguistas y Fuerzas
de Seguridad incluidos, parecían imágenes de otro tiempo y
otro lugar que difícilmente pueden casar con un país en el
estadio de desarrollo que ha alcanzado España. Mientras la
oposición cruje al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero
acusándole de no haber hecho nada para atajar la crisis, la
Ciudad Autónoma y la Delegación se encuentran ahora frente a
una coyuntura similar a la del Ejecutivo central: ceder para
evitar problemas, a riesgo de simplemente posponerlos, o
mantenerse inflexible y exponerse al caos, tan fácil de
sembrar. El Estado y las Administraciones Públicas por
extensión se ven estos días ante la difícil tarea de
combinar el derecho a la huelga con el derecho al trabajo.
De sobra es conocido que un paro no suele tener todos los
efectos requeridos por sus convocantes si no perjudica al
mayor número posible de ciudadanos, pero en la medida de ese
daño está también la solidaridad y el respaldo social hacia
sus reivindicaciones. Seguramente los españoles son
perfectamente capaces, informados de las serias dificultades
por las que está atravesando una parte del sector del
Transporte, de tener una oferta menor en la que escoger con
qué y cómo alimentarse, pero son muchos menos los que pueden
respaldar una protesta que se cobra muertos, decenas de
detenidos e insoportables colapsos en ciudades enteras. Con
su postura de extrema beligerancia los huelguistas, que
pueden tener parte de razón en sus peticiones, corren el
riesgo de perderla con sus formas.
|