Ya en su tiempo decía el escritor
francés Honoré de Balzac, que cuando acaecían grandes crisis
como las que sobrellevamos en el momento actual, sucedían
irremediablemente hechos contrapuestos, capaces de destrozar
vidas humanas o de curtirlas. La realidad es la que es. El
aluvión de transformaciones que vivimos, aparte de que todo
cambio nos genere de manera innata incertidumbre, se agrava
cuando cada uno quiere imponer una ética individualista, o
sea su verdad, e imponer su propio juicio de valor sobre
todos los demás. La cuestión no es, pues, que la mutación se
produzca, que ha de producirse, sino cómo se produce y qué
hay detrás de todo ello. Alguien dijo que en esta vida hay
que morir varias veces para después renacer. Quizás no le
falte razón. Y las crisis, aunque atemorizan sobre todo en
un primer momento, cuando menos han de servirnos para la
reflexión. Todas ellas, las que ocurren tanto a un nivel
personal como social, han de ayudarnos con su lección a
entenderse y entendernos. ¿Quién no ha tenido alguna vez,
por ejemplo, una crisis de entusiasmo? Por cierto,
entusiasmarse es un signo de salud espiritual, que tal vez
tengamos aparcado, y que es vital para evadirse de los
apuros.
Está visto que sin el cultivo de una cultura enraizada en la
autenticidad del ser humano como tal, sin una razón ética,
se tuercen valores, se tergiversan derechos y deberes, hasta
los mismismos principios rectores de la política social y
económica. Se puede pensar, con toda lógica, que crisis hubo
y habrá siempre, la cuestión es saber salir y cómo ha de
salirse de ella. A mi juicio, no se trata de convidarse con
un optimismo ingenuo como pretenden inyectarnos algunos
políticos, sino en apoyarse en la fuerza de la solidaridad,
de la comprensión, en saber ponerse en el lugar del otro
para tenderle una mano, en dar razones en definitiva para
luchar y vivir, para que no se tronche el corazón de ningún
ser humano.
Acusa la crisis el mundo entero. Creo que es cierto. Soy de
los que piensa que nadie se queda a salvo, inclusive nuestro
propio hábitat, que para nada tiene culpa de nuestras
tropelías. Nos lo recordaba hace unos días con motivo de la
Semana Verde, la conferencia anual más importante sobre
política ambiental europea, Stavros Dimas, comisario europeo
de Medio Ambiente, diciendo que la Humanidad está
consumiendo los recursos naturales de la tierra a un ritmo
alarmante, siendo todavía pocas las personas conscientes de
la velocidad a la que esto sucede. La inconsciencia nos
puede. Producimos más residuos de los que podemos reciclar
de forma útil y es necesario actuar con urgencia para
sensibilizar aún más al público y a los políticos, a fin de
poder invertir estas tendencias. Es el efecto de una
profunda crisis moral, que pasa de todo, de remediar la
equivocación de un desarrollo desmedido que no tiene en
cuenta el ambiente natural, sus límites, sus leyes y su
armonía, especialmente en cuanto se refiere al uso-abuso del
progreso científico-tecnológico. El planeta es otra víctima
más de nuestra pérdida de papeles, sufre a causa del egoísmo
humano y nadie parece avergonzarse.
Asimismo, en el ámbito del desarme, se multiplican los
síntomas de una crisis progresiva, vinculada a las
dificultades en las negociaciones sobre las armas
convencionales así como sobre las armas de destrucción
masiva, y, por otra parte, al aumento de los gastos
militares a escala mundial. Pienso que estas cuestiones de
seguridad, acrecentadas por el terrorismo mundial que es
necesario condenar firmemente, deben tratarse con un enfoque
honesto. Causa bochorno saber que si hay un sector que no da
síntomas de acusar la crisis, ni siquiera la desaceleración
que vocifera nuestro presidente del gobierno, es el del
armamento. Los datos son los que son. En el primer semestre
del año pasado las exportaciones de material militar español
ascendieron a 678,4 millones de euros, un 54,6% más que en
el mismo periodo del año anterior. Desde luego, nadie me
negará que sea un incremento más que notable, teniendo en
cuenta que 2006 marcó ya un récord histórico en las ventas
de armas españolas, que se duplicaron respecto a la media de
años anteriores. A mi juicio, otra inmoralidad más que se
nos sirve en bandeja con verdadera frescura.
Por lo que se refiere a las crisis humanitarias, hoy es tan
acentuada que, los mismos países se encuentran a veces
desbordados y no dan abasto a proporcionar asistencia a
tantas víctimas. Millones de personas se ven obligados a
diario a huir de su lugar, de su propia familia, debido a
violencias de género o a buscar condiciones de vida más
dignas. Me parece una estupidez pensar que los fenómenos
migratorios, como algún político ha dicho, puedan ser
bloqueados o controlados simplemente por la ley de la selva.
Las migraciones y los problemas que estos flujos generan,
hay que afrontarlos humanamente, con justicia sí, pero
también con una carga de compasión. La crisis alimentaria,
de familia, y tantas otras protecciones que se encuentran
abandonadas, son desafíos del mundo actual que no admiten ya
más cinismo, sino soluciones claras y contundentes.
Volviendo la mirada a nuestro país, donde un buen puñado de
españoles cada día tienen que seguir apretándose el cinturón
para sanear sus economías ante la tremenda crisis
financiera, se me ocurre pensar que los gobiernos deberían
hacer lo propio para inyectar políticas sociales en favor de
los económicamente más débiles. Está visto que la
productividad y el pelotazo no pueden ser la única medida
del progreso; en efecto, el desarrollo sólo es auténtico si
redunda en beneficio de la colectividad. El verdadero avance
exige, por ética y sentido común, que se considere a todos
los seres humanos para que las desigualdades sociales se
estrechen. De lo contrario, estaremos ante un crecimiento
económico artificial, como tal vez lo estamos. La ciudadanía
y los gobiernos son dos realidades que han de estar
íntimamente unidas en su ser globalizador y en su destino
globalizante. Por este motivo, a sabiendas de que no hay
crisis de la que no se pueda salir, lo mismo que un
caminante no puede abandonar sus razones de hacer su camino
compartido y de seguir adelante sin caer en una angustia
dramática, considero que para atajar todos estos males sería
saludable tomar el auténtico sentido moral y hacer mundo con
él. Allá donde la ética no habita, falta el ánimo de hacer
comunidad y sobra el desanimo que se hace gobierno en la
persona. El problema, pues, no es la crisis, sino la
integridad con la que hemos de curtirnos. Auxiliar a los que
tienen el corazón ya en un puño, es el primer paso.
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