Doctrinalmente y según reputados
autores, los jariyíes o secesionistas serían “musulmanes
fanáticos decididos a mantener las tradiciones de La Meca a
toda costa”. En cuanto a las masas conversas a la nueva
religión triunfante entendían que debían no solo aceptar,
sino cumplir al menos, los pilares de la nueva fé (Unicidad
de Dios, Mahoma como último Mensajero, la oración, el
impuesto para los pobres, el ayuno, la peregrinación y la
defensa del Islam); además y en un rasgo de puritanismo que
los caracteriza exigían a todo musulmán llevar una vida
exenta de pecado, rasgo doctrinal que los emparenta con el
salafismo actual más radical conduciéndolos al concepto de “takfir”,
asumido hoy día por la ideología del “yihadismo” terrorista:
un musulmán nominal que comete actos prohibidos por el Corán
deja automáticamente de serlo convirtiéndose, de hecho y de
derecho, en objetivo legítimo a batir (asesinar, para ser
claros), idea extremista asumida en la década de los noventa
por el terrorismo del GIA (“Grupo Islámico Armado) en
Argelia, así como por “Al Qaïda” y algunos grupos
terroristas marroquíes, cuyo precedente doctrinal podemos
rastrear en las atroces matanzas (“isti´rad”) sin distinción
de edad o sexo practicadas por los jariyíes, para los que
era lícito ejecutar no solo al reo de pecado grave sino a su
familia. El tercer califa, Otmán, no los veía con muy buenos
ojos pues su extremismo fanático lastraba la expansión
imperial del Islam por lo que alentó (observe el lector la
imbricación inicial del Islam entre religión y poder) una
secta rival, la de los “mury´a” (los que aplazan el juicio),
quienes defendían que la piedad de cualquier musulmán solo
podía corresponder a Alláh/Dios. Quienes infringían la
“sharia” o ley islámica debían ciertamente ser castigados,
pero seguían siendo musulmanes; lo importante, recalcaban,
era la observancia externa y el acatamiento al gobierno del
califa. Enfurecida, una turba jariyí asesinó al tercer
califa Otmán en La Meca, en el 656 de la Era Común. Junto a
la extremista idea de “takfir” los jariyíes asumieron el
concepto de que cualquier musulmán intachable, sin
distinción de condición o raza ¡aunque se tratara de un
esclavo negro!, podía ser elegido califa. Este, obviamente,
era un planteamiento revolucionario y claramente
desestabilizador para el poder tradicional tanto antes… como
ahora. Un detalle: la intransigencia contra los malos
musulmanes contrastaba, en el jariyismo histórico, con la
tolerancia mostrada hacia la “Gente del Libro”, judíos y
cristianos, mucho más benevolente que en el Islam
tradicional sunní y shií. Aceptaban incluso a éstos en pie
de igualdad si recitaban la “sahada” (profesión de fe
musulmana), modificando la referencia a Mahoma por entender
que el Profeta había sido enviado expresamente a los árabes.
Tremendamente igualitarios además de rigoristas,
consideraban apócrifa e interpolada (además de indigna) la
azora 12 del Corán, referente a la historia de José en
Egipto. Una secta directamente emparentada con el Jariyismo
es la de los Ibadíes, rama moderna y moderada cuyos
pormenores dejaremos para un viernes de éstos, así como
algunos apuntes históricos (con su proyección actual) sobre
la gran revuelta jariyí del Maghreb y su plasmación en el
reino rustemí de Tiaret, entre el 761 y el 908.
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