El pasado miércoles me hacía eco
de los enfrentamientos en Argelia entre la población sunní
árabe y elementos bereberes de ideología ibadí, entroncada
con el movimiento disidente jariyista (“los que se fueron”),
históricamente enfrentado tanto al sunnismo como al shiísmo.
Tras algunos comentarios que me han llegado considero
oportuno, por un lado, recomendar a los numerosos musulmanes
que leen esta columna (¡gracias!) bucear libres de
prejuicios en su propia historia mientras, por otro,
intentaré arrojar en estás líneas algo de luz sobre el
convulso nacimiento del Islam, pues si en algo coinciden la
mayoría de los investigadores de uno u otro signo es en que
las luchas internas por la sucesión ensangrentaron, de
partida, el naciente Estado teocrático islámico. Es decir,
la fuente de la división del movimiento islámico fue,
primero, política y luego religiosa. Todo muy terrenal,
“Humano, demasiado humano” que diría Nietzsche.
Tras la muerte de Mahoma a los 61 años sin dejar sucesión
(632 de la Era Común), estalla la tensión entre sus
seguidores a fin de hacerse con el mando del incipiente
imperio. La mitología islámica, fértil como pocas, llama a
este inestable periodo inicial el de los “califas guiados”
(en árabe “Rachidun”, vicarios del Profeta) pese a que salvo
el primero, Abú Bakr (632-634) padre de Aisha, la tercera
mujer del Profeta con la que éste (de 54 años) siguiendo la
tradición beduina se prometió a los 6 años y yació cuando
alcanzó la pubertad (10 años según el biógrafo Ibn Hisham),
que ocupa un lugar especialmente delicado en la Revelación
coránica así como en la tradición musulmana en su papel de
“Madre de los Creyentes”, los tres restantes son asesinados.
Tras la ejecución del último y además yerno del Profeta,
Alí, estalla en pedazos todo el edificio (Alláh sea uno y su
Mensajero el Sello de la Profecía, pero son numerosas las
sectas de sus seguidores) entre tres grandes grupos: sunnís
(seguidores de la tradición), shiíes (partidarios de Alí y
la descendencia del Profeta) y jariyís, una escisión de los
anteriores, que bajo presuntas diferencias religiosas no
escondían sino una de las principales enfermedades del
Islam: la descarnada lucha por el poder político.
Efectivamente, los jariyíes reprocharon como aliados de Alí
que éste aceptara un astuto arbitraje temporal planteado por
Muawiya (“wali” de Siria) durante una pausa del combate en
la llanura de Siffin (657 EC), lo que llevó a Alí a la
pérdida de la dignidad califal ya al advenimiento de la
dinastía Omeya ; tras abandonarle, fueron derrotados más
tarde por el propio Alí en la batalla de Nahrawan (en la que
perecieron unos 10.000 jariyitas), no sin que uno de los
supervivientes, Ibn Multan, lograra ejecutarle más tarde.
Todavía en Damasco, un extremista jariyí ejecuta en el 915
de la E.C. (303 del calendario islámico) a un famoso erudito
de hadices, Imam al-Nasa`i.
El movimiento jariyita (también llamado ibadita por uno de
sus líderes, Ibn Ibad) cuenta actualmente con un millón y
medio de fieles, repartidos entre ciertos islotes del
Maghreb (isla de Yerba, Túnez) y región del Mzab argelino
(de población bereber), islas de Zanzíbar (Tanzania, coste
este de África) y el Sultanato de Omán en la península
Arábiga. ¿Su ideología?. La veremos mañana.
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