Mirar al pasado, pasar páginas hacia atrás en el libro de
nuestra historia colectiva y personal no es un ejercicio
estéril, sino una forma de mejorar actuaciones y de
construir un futuro de progreso, justicia y equidad.
Realizando una visión retrospectiva de vivencias personales
en el ámbito educativo, me encuentro al inicio de mi vida
profesional con una escuela “pobre”, que comenzaba a emerger
de una lamentable etapa, en la que afirmaciones como las de
que “pasa más hambre que un maestro de escuela” eran una
auténtica realidad.
Como todos los asertos populares, este tenía esa carga de
razón y de profundidad que nos permite afirmar que la
hambruna no sólo era la del maestro, sino de todo lo
relativo a la educación: hambre de recursos, de
cualificación, de reconocimiento social, de justicia
equitativa, de igualdad de oportunidades. En definitiva,
hambre de todo y hartazgo de sometimiento, adoctrinamiento y
mediocridad.
Comencé mi andadura profesional coincidiendo con la, por
aquel entonces, sonada reforma de Villar Palasí que, según
se afirmaba, acababa con aquella pobre escuela y, por tanto,
no viví de lleno ese sombrío período.
Desde luego, si, como los compañeros mayores de aquel
entonces aseveraban, la enseñanza mejoró ostensiblemente
después de la mencionada reforma, aquello tuvo que ser peor
de lo que se contaba. Conocí la escuela de los 70, una
institución sin medios, en los que la individualidad, la
ilusión, los valores y la vocación de muchos maestr@s
hicieron posible lo que los poderes públicos ni
promocionaban, ni pretendían.
Hoy la educación en nuestro país, sin llegar aún a los
parámetros europeos, es una prioridad para nuestra sociedad
y para cualquier gobierno democrático. En estos momentos,
con muchos retos aún pendientes de conseguir, nuestro
sistema educativo goza de recursos, es mucho más justo,
equitativo, solidario,individualizado, defiende el carácter
público de la enseñanza y se basa en los principios de
universalidad, gratuidad, igualdad y libertad.
Deberíamos seguir hojeando hacia atrás ese imaginario libro
educativo hasta llegar a una época en la que el esfuerzo por
llegar a una escuela con estos principios y características
sembró la semilla de las actuales políticas educativas.
En un retroceso de casi una centuria y en unos años de
confusión, cambios y convulsiones políticas y sociales,
emerge con luz propia la escuela de la II República que,
fundamentalmente en su primer bienio, sienta las bases para
una modificación trascendental en materia legislativa para
ser artífice del cambio educativo.
Medidas tales como la erradicación del analfabetismo,
elevación del nivel de instrucción medio de la población,
compensación de las desigualdades, reconocimiento del
bilingüismo, carácter laico de las escuelas, unificación de
sexos en las Escuelas Normales..., son complementadas con la
aplicación de un plan quinquenal de dotación de 7.000
escuelas anuales (hasta alcanzar un total de 27.151 a la
finalización del proyecto), de reformas de las condiciones
económicas de los maestros y del sistema de acceso de la
enseñanza.
Carácter progresista
Estas políticas dan una verdadera dimensión del carácter
progresista y futurista de este período de nuestra enseñanza
que, nunca será lo suficientemente valorado, debido a que lo
efímero de su duración, por circunstancias históricas
suficientemente conocidas, truncó las precursoras y
magníficas actuaciones educativas que en nuestro país se
habían iniciado.
Volver la vista atrás nunca es malo, si se hace con
objetividad, sin prejuicios y sin rencores. Sirve para hacer
balance, reconocer lo bueno, desechar lo malo, repetir
aciertos, no reproducir errores y, por tanto, tomar los
caminos y decisiones acertadas. La escuela de la II
República es todo un pilar y ejemplo, para los que creemos
en que ese tipo de enseñanza es el primer germen de una
sociedad más igualitaria, justa, democrática y libre.
|