Hacer una columna diaria esclaviza
a cuantos afrontan el reto. Máxime si el radio de acción de
quienes escriben está circunscrito a una ciudad pequeña. Y
si a esa limitación, que no es moco de pavo, se le suman
otras desconocidas para quienes los leen, la cosa es más
complicada de lo que ustedes puedan imaginarse.
Es la respuesta que le di a una señora, que no tuvo el menor
inconveniente en declararse ferviente lectora de El oasis,
cuando se interesó por saber la dificultad que entrañaba
–para mí- opinar todos los días de cuanto acontece en la
vida política local. Y le dije más: “Mire usted, por una
columna puede saludarme con agrado el vecino del quinto y
despellejarme el del cuarto. Puesto que para lo que uno es
normal, e incluso saludable, para el otro resulta un insulto
que merece más que reprobaciones”.
La señora, que dio pruebas fehacientes de llevar mucho
tiempo siguiendo mis pasos de opinante, tras pedirme
disculpa por lo que ella consideraba atrevimiento, requirió
también mi parecer acerca de Juan Vivas. Mi respuesta
fue citarle de memoria lo siguiente: “Es difícil dejar de
convertirse en la persona que los demás creen que uno es”.
Mi interlocutora volvió a la carga. “Veamos. Lo que usted
quiere decirme es que Vivas jamás podrá dejar de mostrarse
tal y como la gente ha querido que sea desde el primer
momento que lo etiquetó cual persona llana, accesible,
entrañable, afectuosa, inteligente, honrada a carta cabal.
Es decir, Vivas, y perdóneme el tópico, está catalogado como
el hijo que todas las madres deseamos tener, y si no es
posible, al menos tenerlo como yerno. Por lo tanto, ¿no cree
usted, De la Torre, que nuestro presidente ha asumido
un riesgo enorme en todos los sentidos?”.
Las preguntas de la señora son cada vez más exigentes, que
no comprometidas, y ante ellas uno podría salir del paso con
una revolera muy del gusto de los tendidos populares y
sanseacabó. Pero no es mi estilo eludir interrogatorios
tales, y mucho menos si proceden de una mujer muy preparada
y que es, por si fuera poco, una lectora que me juzga todos
los días.
Lleva usted razón, estimada señora, en apreciar el mucho
riesgo que ha asumido Vivas, por necesidades políticas,
permitiendo que innumerables ciudadanos lo hayan convertido
en mito local. Y los mitos, como bien sabe usted, no tienen
defectos, sino sólo virtudes. Y cuando los defectos afloran,
porque la política no deja de ser un ejercicio complicado
siempre y perverso, en bastantes ocasiones, sus partidarios,
que son legión, niegan rotundamente que el presidente pueda
estar implicado en los errores. No conciben que su ídolo,
alguien que les permite identificarse con él, sea de la
misma condición que los demás componentes de cualquier
gobierno; que vaya usted a saber en qué líos estarán
metidos.
“Pero el mito, coincidirá conmigo, se verá muchas veces
atenazado por la responsabilidad de saber que su imagen está
magnificada, y hasta puede que cada día se eche abajo de la
cama con el temor de deshacer ese encanto que hay a su
alrededor. Lo cual, créame, debe ser como para vivir sin
vivir en él”.
Cierto, señora... Mas en el caso que nos ocupa sucede, sin
duda, todo lo contrario. A medida que Vivas se eterniza en
el cargo, mejor lleva esa leyenda que se ha forjado sobre
él. Porque éste piensa que “uno no es más que lo que acerca
de uno creen los demás”.
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