No se preocupaba por nada, era un
bon vivant que gustaba del vino y de la buena mesa. Y
que aspiraba a medrar entre la tenida, entonces, por gente
guapa. De modo que un buen día aterrizó por la Costal del
Sol y se puso a merodear alrededor de Jesús Gil:
quien necesitaba subalternos dispuestos a participar en el
gran negocio que, por medio de la política, estaba dispuesto
a montar.
Antonio Sampietro, relinchando a su manera entre los
hombres de confianza del dueño de Imperioso,
consiguió llamar la atención de éste y fue admitido en el
clan. Y a partir de ese momento se convirtió en uno de los
principales rostros de ese grupo de individuos que vendía su
gestión municipal cual si fuera una empresa capaz de
convertir las ciudades en edenes y generar dineros, que
luego se repartirían entre unos pocos. Así lo solían
propalar.
He contado, más de una vez, que la primera vez que vi a
Sampietro fue en la Feria de Ceuta, durante una cena servida
en la caseta de San Urbano; sí, la instalada por la Policía
Local, durante las fiestas agosteñas de principio de la
década de los noventa. Cena a la que fui invitado, como
representante del periódico en el cual escribía, por aquel
entonces. Recuerdo que me sentaron a la vera de Luis
Ortiz: uno de los tres famosos ‘chori’ de la Marbella
primigenia, ex marido de Gunilla von Bismarck, y
pareja de hecho, como ellos reconocen, actualmente.
De cuanto se habló en aquella cena, deduje que estaba
asistiendo a la puesta en escena de una trama urdida en toda
regla para acabar con un presidente que se había ganado el
desafecto de varios empresarios locales y, cómo no, de
cargos de su propio partido. No faltaron, a la hora de los
postres, los brindis por quienes en esta ciudad habían
tenido la feliz idea de viajar a Marbella para entrevistarse
con Jesús Gil y José Antonio Roca. A fin de rogarles,
incluso bajando la cerviz, que se presentaran a las
elecciones autonómicas en Ceuta. Y, por si fuera poco, se
dijeron bravatas contra quienes osaran enfrentarse al poder
que ellos iban a establecer. Era evidente que las
bravuconadas formaban parte del repertorio de los
gilistas.
Las bravuconadas se convirtieron en algo corriente durante
el tiempo que Sampietro estuvo como presidente. Hubo
periodistas que se subieron al carro del GIL y se
convirtieron en perdonavidas, fanfarrones, matachines,
dictadores de la información que había que publicar.
Exigiendo a los propietarios de los medios que despidieran a
quienes incumplieran las normas establecidas.
Pues bien, cuando parecía que el paso de los años jugaba a
favor del olvido de aquel pasaje de la vida local, tan
desgraciado como funesto, aparece Sampietro anunciando su
llegada a Ceuta para recrearse en la suerte de unos
acontecimientos que causan bochorno y vergüenza ajena, por
el mero hecho de recordarlos.
Viene nuestro hombre, Toni el bon vivant, dispuesto a
presumir de la presentación de un libro en el cual cuenta
las miserias de quienes, según él, arruinaron el gilismo.
En él se ensaña con Julián Muñoz, Roca y otros
personajes del partido del Gil. Del partido con el cual
embaucó el catalán a miles de ciudadanos ceutíes. Eso sí: de
acuerdo con personajes locales, que hicieron las veces de
conde don Julián. Y seguro que los habrá dispuestos a reírle
las gracias y a festejar con él sus peripecias. ¿Pisará el
salón del Trono?...
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