Estaba visionando el Festival de
Eurovisión desde la perspectiva más cómoda que uno pudiera
hallar: desde la amplia, blanda y acogedora postura semi
tumbado en el sofá. Con un platito de almendras, anacardos,
nueces y pasas al alcance de mi mano izquierda y un
artístico vaso de cristal tallado en la otra mano,
conteniendo un líquido de color ambarino que responde al
nombre de Jack Daniel’s. A decir verdad, la puesta en escena
de los técnicos televisivos del Festival fue un desastre.
Los cantantes participantes se veían demasiado lejanos.
Confieso que esperaba, casi con ansía, la aparición de
nuestros representantes pese a que no me gustaba esa canción
de los números. Sólo me atraían las bailarinas, sobre todo
la que comete más errores que la cúpula del PP. Mostrando el
trasero con su minúscula braga al aire en esa caída ante un
heterogéneo público de todos los país.
Que España quedara en el puesto 16 es lo de menos, podría
haber quedado emparejada con Inglaterra y Polonia en los
últimos puestos si no fuera por Andorra y otros países
agradecidos. La composición de la actual Europa hizo posible
esa aberración de los votos: países vecinos que se votan
entre sí y para salvar las apariencias, votan con lo mínimo
a los demás.
Que Andorra diera a nuestros representantes su máxima
votación no nos debe extrañar. Somos los ciudadanos europeos
que más invertimos en el pequeño país con nuestras compras y
nuestros esquís. Esto mismo se aplica a los restantes
países: votan a los de su órbita. Más claro no puede quedar.
Eurovisión sigue siendo un escaparate de asuntos políticos
interesados. No votan el arte. Votan a la manera de la Junta
Militar de Birmania –repito: me cuesta escribir el nuevo
nombre del país- o sea, que votan a sus propios intereses.
No es que Rodolfo Chikiliquatre sea un advenedizo. Como
cómico daría mejor papel en actuaciones directas en
conciertos. No es adecuado para concursos, más aún si
tenemos en cuenta que más de la mitad de Europa se toma el
festival con cara de perro sarnoso, o sea muy en serio.
Como ya he escrito todo lo que quería escribir sobre ese
Festival en decadencia como arte, paso como siempre al plano
político.
Ya empieza a surgir la mala uva y el cachondeo padre a
cuenta de Mariano Rajoy. Si yo fuera él, dimitiría con el
premio de un puesto de asesor… ¿qué digo?, con varios
puestos de asesor en empresas multinacionales punteras que
hacen la putera a la gente con los precios, pero que le
beneficiarían a él con las cosas blindadas esas.
El miedo aznariano, que padecían, y padecen, muchos de los
políticos peperos afines a la línea dura del partido, está
haciendo efectos en las broncas decisiones de los mismos. Ya
piden la dimisión de Mariano en unos actos bochornosos e
impacientes. Están dándole la misma medicina que el propio
Rajoy pretendió dar a los socialistas. Esa es la pauta
principal del Partido Popular: meter cizaña porque sí.
Si esperamos que en un futuro nos gobiernen esa clase de
políticos, estamos aviados. El país será un inmenso ring
donde se pelean componentes de un mismo equipo entre sí. La
moderación es una palabra que no existe en el diccionario
pepero, falta tanto como otra palabra: democracia. Salta a
la vista.
La tozudez gallega de Mariano puede jugarle una mala pasada
en un futuro muy cercano. Sus enemigos están creciendo como
setas en octubre y quién le señaló con el dedo para
sucederle en las aspiraciones peperas de gobernar es ahora
su más acérrimo acusador. ¡Lo que son las cosas!
Más de uno, yo no desde luego, están esperando a que vuelva
el impresentable a tomar las riendas efectivas del partido.
La estatura da la talla para la misión a la que cree tener
derecho de imponer al país. Ya hubo otro político de esa
misma estatura que condujo al desastre a la nación que
gobernó. Y no me refiero a ningún gallego.
Los más fieles escuderos de ese personaje insisten en ello a
través de medios de comunicación.
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